diumenge, de març 18, 2012

[ es ] Píldoras antagonistas, 3: que el miedo cambie de bando


De entre los múltiples lemas que se hicieron célebres a raíz del 15M, el que dice “hemos perdido el miedo” destaca en el contexto prehuelguístico actual. Otras proclamas coreadas por la multitud, a la manera del “no nos representan”, tal vez identifiquen más rápidamente la ruptura con el régimen liberal en que vivimos. “Hemos perdido el miedo”, sin embargo, destaca por sus implicaciones estratégicas.

Y es que el mando sobre la sociedad que hace posible el proyecto neoliberal se funda, precisamente, en el miedo. Más en el miedo que en la violencia, incluso. El miedo comporta algo primigenio que falta a la violencia. La violencia es una realidad política de segundo orden comparada con el miedo; su única finalidad es la de inspirar miedo.

Tener miedo es algo que nos acompaña desde siempre, es algo que está presente ya en el animal que somos. Sólo las instituciones del mando han conseguido con el paso de los siglos extirpárselo a los privilegiados inspirándoselo a los oprimidos. Es una ecuación que sigue operando hoy y sirve con gran éxito de resultados.




No es de sorprender, por tanto, que la afirmación “hemos perdido el miedo” preocupe más secretamente que el “no nos representan” (¿acaso quieren representarnos?). Con el miedo no pasa como con la representación. El representante puede prescindir de representar no ya a toda la sociedad, sino, simplemente, a una mayoría de la misma. Con que consiga representar a (y/o recabar el apoyo electoral de) una minoría suficiente ya puede nombrarse “representativo”.

Pero ¿representativo de qué? Al fin y al cabo, pocos de entre los gobiernos de las democracias liberales son socialmente mayoritarios. Tan sólo lo suelen ser electoralmente. Muchas veces ni eso. Y ello gracias a la paradoja de ser representantes de un cuerpo social (el llamado “pueblo”) cuya representación consiste precisamente en expulsar de la misma a una parte del todo que se dice representar.

El dispositivo de la representación política no se acaba aquí. De hecho, se perfecciona por medio de mecanismos más o menos sutiles con los que se tamizan las preferencias hasta producir un agregado conveniente al buen funcionamiento del mando. Tal ha sido y es la labor de la ley electoral y sus engranajes (y muy particularmente la ley de d'Hondt).

Pero si ya desde el análisis más somero se hace evidente el problema de la representación, la importancia decisiva de la cuestión del miedo resulta tanto más evidente tan pronto se atreve uno a plantearla. Henos aquí, precisamente, ante el problema mismo: atreverse a plantearla. Vencer el miedo a hablar es ya el primer problema teórico con el que nos confronta y desvela, por eso mismo, la relevancia del lugar de enunciación desde el que se formula la cuestión:

¿Quien puede hablar de miedo?

La respuesta es sencilla: quien atemoriza. El mando no cesa de hacerlo. El mando habla de terror, de terrorismo, de terroristas. Identifica al “enemigo” y hace a este responsable del miedo que insufla. Lo consigue con la paradójica ventaja de que, en su posición ilocucionaria desde el lugar que ocupa—, consigue a un tiempo y con sólo nombrar el miedo (el “terror”), hacer que este brote en quien desea que obedezca. Así funciona, desde siempre, el poder en su acepción funcionalista, el poder como dominación, el poder como ventaja en la acción que se deriva de la intimidación.

No hace falta gran imaginación para visualizar esto que decimos. Baste con evocar aquí el poder del consejo del padrino mafioso, el poder de la sugerencia indebida del jefe de recursos humanos al contratado temporal, el poder del denunciante potencial del sin papeles, el poder del amigo que te mete en un despacho y te advierte de la posición en que “otros” te ponen por tu propia osadía, por tu inconsciencia, por tu simple no recordar el miedo que deberías recordar. Miedo, siempre miedo.


La fenomenología del miedo es hoy tan compleja, extendida y eficaz como lo es la fragmentación del cuerpo social sometido al trabajo. Si queremos vivir en una sociedad sin miedo urge que el miedo cambie de bando. Es el primer paso: la confrontación antagonista que desplaza sobre las agencias de mando el riesgo, la percepción del daño inminente en caso de vulnerar los derechos sociales.

Pero no llega sólo con ello. Al tiempo que se consiga que el miedo cambie de bando debe cambiarse también la concepción de la política como dominación por una política como cooperación. De nada vale el movimiento más revolucionario si acaba en dictadura (en el miedo como paradigma de gobierno). 

Además de cambiar el miedo de bando, se ha de destruir la posibilidad del miedo. Es preciso que la liberación del miedo permita la producción de instituciones fundadas en la simbiosis, el federalismo y la cooperación. Sólo así, se podrá instaurar el régimen político del común de manera duradera.