divendres, de març 16, 2012

[ es ] Píldoras antagonistas, 2: transición a la cleptocracia



La democracia, nos recuerda Charles Tilly en Democracy, no es un estado de cosas inmutable. No es un régimen político que, una vez instaurado y formalizado en una Constitución, permanezca invariable a lo largo de las décadas. Incluso en los contados casos en que los regímenes democráticos superan las pocas décadas de vida (en general no suelen alcanzar el siglo), experimentan profundas transformaciones que resultan de la tensión entre dos fuerzas contrapuestas: la democratización y la desdemocratización. Nada hay más falso, por tanto, que considerar que en 1978 fue restaurada la democracia en el Reino de España y que, por consiguiente, nada hemos de temer en adelante. 

Aún es más: el riesgo de la involución desdemocratizadora no sólo es una posibilidad. Entre nosotros constituye un hecho innegable; una tendencia que, además, se está reforzando peligrosamente en los últimos tiempos. De continuar así, pronto no se podrán satisfacer ni los mínimos exigidos por las definiciones menos exigentes de democracia (aquellas que bajo la etiqueta de "minimalistas", apenas piden de un régimen democrático que sea otra cosa que un régimen con elecciones libres y competitivas bajo un Estado de derecho y poco más). 

La desdemocratización de la democracia ha estado presente entre nosotrxs desde 1978. Ataques como los GAL, la Ley Corcuera, los casos de corrupción (pasados y en curso), la ley de partidos, las torturas sistemáticas de las fuerzas policiales, así como un larguísimo etcétera de despropósitos del estamento que nos malgobierna demuestran una tensión permanente contra la voluntad social mayoritaria de vivir bajo un marco democrático. Nada de esto es extraño ni nuevo; y basta con leerse el prólogo de El príncipe, para observar como la tensión entre el cuerpo social y el poder soberano se encuentran, ya desde el comienzo de la modernidad, en el centro de la definición de lo político.

El progreso de la desdemocratización

Los últimos episodios de esta tensión antagonista que cuestiona, a la vez que configura (bien que en negativo) el diseño institucional del régimen, nos son muy familiares. Recientemente, por ejemplo, el juez ha decidido archivar las legítimas denuncias ciudadanas contra la abusiva y desdemocratizadora intervención policial de Plaça Catalunya que siguió a la acampada (democratizadora) del 15M. La orientación que se marca con ello es bien clara; el fiel de la balanza apunta claramente a favor de la desdemocratización. Y no es, ni mucho menos, la primera (ni a buen seguro la última) sentencia en este sentido.

Pero tampoco es menos desdemocratizador, por ejemplo, la manera en que reformó el verano pasado la Constitución para blindar las políticas económicas neoliberales. O la forma en que el Tribunal Constitucional recortó el Estatut de Catalunya, como si ejerciese de cuarta cámara y como si fuese su tarea inmiscuirse en las funciones del legislativo quebrando la más elemental separación de poderes. Los ejemplos, en fin, podrían multiplicarse de manera preocupante.

Así las cosas, ¿dónde se encuentra el límite de la desdemocratización? Si traspasamos la frontera de la democracia ¿hacia dónde vamos? ¿qué forma adoptará el régimen que seguirá a la democracia? ¿cuál será la constitución material sobre la que se funde? No son preguntas fáciles, ni de respuesta inmediata o breve. Pero una palabra parece apuntar aquí al nudo gordiano: cleptocracia.


El régimen por venir

La primera vez que recuerdo haber escuchado esta palabra fue en un debate en la televisión alemana en alusión a la Serbia de Milosevic. Entonces me pareció terrible. Sonaba realmente grave, con una expresividad inquietante y que me evocaba al cine de Kusturica, Paskalevic y otros cineastas que por entonces nos habían mostrado el vientre pestilente del Leviatán balcánico.

Con todo, lo que nunca pensé entonces es que este significante podría adquirir un significado propio, cruel y muy real en nuestro contexto político inmediato. Cierto es que, por aquel entonces ya conocíamos los casos de Filesa, Guerra, Roldán, Naseiro, etc., etc. Sin embargo, por aquel entonces, la corrupción solía ser la antesala de la derrota electoral, del fin de una carrera política o de alguna modalidad de penalización cualquiera.

Lo sorprendente de un tiempo a esta parte, es que parece que la corrupción es prerrequisito del éxito político: Millet, Camps y demás escándalos de los últimos tiempos no sólo no han impedido ganar las elecciones a los partidos de los corruptos, sino que en alguna ocasión (así, por ejemplo, Millet) han recibido un trato cuando menos cuestionable de la justicia o (así Camps) han salido incluso absueltos a pesar de lo evidente.


Un cambio cualtitativo

No son ejemplos desafortunados, no son una coyuntura. Si son casos excepcionales es precisamente porque la excepción y no la norma se hace ley, porque se socavan los cimientos de las instituciones, porque se opera una lógica destituyente cuya finalidad última es instituir prácticas (primero informales, pero luego capaces de operar cambios efectivos en el diseño institucional) que terminan cambiando la naturaleza última de una democracia liberal como la pergeñada en la Transición y constitucionalizada en 1978.

Y de esta suerte, hoy vemos como la reforma constitucional del verano, las reformas socialistas de las pensiones y la edad de jubilación, la pasividad ante los deshaucios, la reforma laboral de los populares, un paro que bate récords y un sinfín de realidades que se van imponiendo imparables, van configurando un nuevo régimen: una democracia cada vez más defectuosa en la que resulta cada vez más difícil identificarse con las instituciones, creer en los procedimientos que articulan el régimen, en los valores a los que apela. Hay que ser muy ingenuo o un simple ideólogo para seguir llamando desafección a la actitud crítica con este estado de cosas. Si la calidad democrática está por los suelos, reivindicar una democracia real es sólo una prueba a favor de la democratización y no lo contrario (lo contrario es más bien el acto ilocucionario que pide fides al funcionamiento institucional que socava los propios fundamentos democráticos).

Pero el proceso destituyente en curso es sólo la primera parte de lo que está siendo ya la transición hacia un régimen postdemocrático; lo que sigue es la cleptocracia. Por tal se puede entender un régimen cuya finalidad última ya no es ni tan siquiera la de la democracia liberal. No se trata ya de la alternancia entre más influencia de la gestión privada o de la gestión pública. La cleptocracia consiste en poner directamente en manos privadas, por medio de decisiones ilegítimas, lo que otrora fueron recursos del común. O dicho de otro modo: no habrá un futuro gobierno progresista que nos devuelva lo que ahora se nos quita. El escenario de conflicto ha sido trasladado de dentro a fuera del régimen. Todo pacto social, todo pacto intergeneracional, todo pacto ecológico, ha sido roto en pos de la mayor estafa jamás orquestada.