Un
viejo relato obsesiona a la izquierda; es el relato de la Gran
Revolución. Según este relato, una movilización social
crecientemente organizada, encuadrada bajo una estrategia unitaria de
conquista del poder y bajo el mando de una agencia antagonista (de
preferencia un partido, aunque también valga un sindicato) logra
hacerse con los recursos de poder que consiguen derrotar al
neoliberalismo.
Bajo
esta perspectiva, Grecia hoy se convierte en una fantasía y —como
tal— en un formidable exterior constitutivo al servicio de la
política identitaria. Al igual que la Italia de los operaistas, la
Euskal Herria de los independentistas y otros ejemplos, Grecia
deviene el terreno imaginario que nos permite escapar a la terrible
sensación de impotencia a que aboca el relato de la Gran Revolución.
Y es que si algo no soportan los partidarios de esta épica es el
desolador salto entre las condiciones de poder efectivas bajo cuya
opresión viven y la exigencia de cambiar todo de raíz.
Para
entendernos: la Gran Revolución es algo así como el cuento de la
buena pipa para la izquierda radical; la narrativa neurótica del
éxito pretérito que —por ser tal— no se ha de verificar hoy. Su
verdad se supone y de ella sólo se requiere que sea lo que es: un
axioma. No obstante, para quienes ya hemos tenido que experimentar
décadas de retroceso neoliberal, el problema no es, sustantivamente,
epistémico ni psicológico, sino político: conseguir modificar las
condiciones efectivas de poder bajo las que se implementa el
neoliberalismo; y ello de tal suerte que sea posible instaurar una
alternativa viable.
¿Cómo
abordar entonces el exterior griego? ¿Cómo extraer lecciones útiles
de su realidad-otra que no nos aboquen a proyecciones neuróticas de
impotencia política? Es preciso invocar el principio de realidad
frente a la fantasía; y con él —en política— la dura prueba de
la eficacia. Sólo bajo un giro así podrán devenir cambio efectivo
los inmensos esfuerzos que requiere hoy la acción colectiva a
quienes participan en ella.
En
el terreno de lo concreto esto último se ha de traducir en una
evaluación realista de los logros políticos
de las movilizaciones y éstos, habrá que recordar, no sólo se
miden por el éxito de asistencia, sino por lo que se sigue de dichos
éxitos que a veces son sólo eso (aunque no sea poco). Y es que las
movilizaciones no deberían terminar el día de la manifestación o
el día de la huelga. Resulta absolutamente prioritario, si se quiere
empezar a cambiar las cosas, ver más allá de cada jornada de acción
colectiva, más allá de cada ciclo de luchas, más allá incluso de
cada ola de movilizaciones.
Llegados
a este punto el debate se reabre de manera productiva: las huelgas
—generales y sectoriales— se desmitifican a favor de la huelga
metropolitana; el proselitismo partidista cede ante la cooperación
entre singularidades irreductibles; la construcción de hegemonías
internas se retira ante la confrontación agonística entre iguales,
y la de hegemonías externas escapa a la disciplina de negociaciones
y pactos entre élites... A resultas de todo ello, la política se
redimensiona a una escala en la que la eficacia de la participación
se hace asumible a medio plazo, permite producir las instituciones de
la autonomía e instaurar, por ende, el régimen político del común
(el del 99%). Es eso o persistir en un “contra el PP nos
movilizaremos mejor” sin más sentido ni utilidad que la ya
conocida: devolver el PSOE al poder con más o menos contrapeso de
las izquierdas subalternas (de partido y sindicales).