Me despierto esta mañana y leo en un medio del régimen que Sol y otras plazas han sido desalojadas a las 5 de la mañana. Resulta difícil imaginar un ejercicio de impotencia mayor por parte del mando: atacar de madrugada, furtivamente y, sobre todo, cuando en realidad el "enemigo" (que es como llaman a la multitud), ya no está sobre el terreno. Esto es hacer buena la expresión castellana "llegar tarde, mal y nunca".
Y es que el mando no sólo no entiende que el antagonismo postmoderno ya no pivota sobre la el vector espacial sino sobre el vector temporal. Aún es más, aunque el mando alcanzase a entender lo que supone el nuevo escenario en que nos encontramos sólo podría reconocer que ya no puede "ganar" (en rigor, ganar o perder es algo que carece ya de sentido cuando la esfera del antagonismo cede definitivamente ante el dominio agonístico de la democracia absoluta que hoy se territorializa y desterritorializa en las plazas a voluntad).
En un mundo en que la producción se ha extendido al dominio de la vida, desbordando la fábrica y cualquier otro dominio espacial del mando, apenas se ha hecho otra cosa que generar las condiciones de posibilidad de la propia implosión. ¿Qué sentido puede tener ahora querer conquistar un espacio de manera indefinida, trascendente, intemporal? ¿No es acaso un esfuerzo vano sobre el que acabará por agotar al mando en una carrera de impotencia política?
En rigor, es la propia soberanía moderna -entendida como la definía Jean Bodin en Los seis libros de la república- la que está en crisis, la que ya no puede afrontar la instauración de un orden temporal permanente. Por descontado, el mando puede operar puntualmente de forma territorializada y desalojar el fragmento ínfimo que queda del enjambre de la multitud a las cinco de la madrugada. Podría incluso, para qué negarlo, decretar el estado de excepción, suspender las garantías constitucionales e impedir durante un tiempo que las plazas no fuesen reocupadas.
Pero, ¿puede evitar de manera ilimitada que se vuelva a concentrar la multitud? Tal era el deseo nazi por instaurar el estado de excepción permanente, el dauerhafte Ausnahmezustand que pretendían fuese el III Reich. Ya sabemos como acabó el proyecto biopolítico del totalitarismo moderno. Y si esta fue la tragedia, lo de ahora es ya sólo la farsa que nos queda, la vulgar opereta de la derecha gobernante, exhibiendo furgonetas, autómatas pertrechados con escudos y todo el demás atrezzo postfascista de la policía actual.
Adenda