dimecres, de juliol 23, 2014

[ es ] Cambiar la gramática política

Original del artículo enviado al Diagonal aparecido en el Nº 227, págs. 28-29 (17 de julio) 


Si los catalanes se quieren marchar, no hay nada que discutir”, así hablaba Pablo Iglesias el 19 de enero en una entrevista con Vilaweb, y añadía a continuación: “soy patriota; para mí ser patriota no tiene nada que ver con amenazar a catalanes o vascos, ni decir que el ejército tiene que salvaguardar la unidad de la nación. Quienes se llenan la boca con la palabra España son los mismos que tiene cuentas en Suiza y destruyen los servicios sociales”.

No hace falta ser muy perspicaz para percibir el carácter inusual de este enmarcamiento de la cuestión nacional. Y no solo por sus contenidos, sino por quien los enuncia y desde donde lo hace. No es casual. Lo que antes se decía “izquierda” ahora asiste a un terremoto sobre los significantes clave del discurso que hasta se creían patrimonio de la “derecha”: España, nación, patria, pueblo, Estado, soberanía... Esta reorganización del marco interpretativo general no habría salido de la anécdota académica de quienes lo han ideado si con ella no se hubiese alterado de forma decisiva el panorama electoral. Y es que a juzgar por los resultados de Podemos, el conjuro del aprendiz de brujo ha funcionado.

La irrupción de la candidatura de Pablo Iglesias, traslación a la arena electoral del nuevo marco, ha venido a verificar dos hipótesis fundamentales estrechamente interconectadas: la primera es que ya no estamos en un contexto de normalidad donde los enmarcamientos del régimen se (re)producen sin dificultad; la segunda es que la apertura del horizonte constituyente no se dejará reducir a las concreciones discursivas que hemos visto funcionar hasta ahora. Persistir en reactivar los viejos significantes es, pues, garantía de derrota.

Pero aún es más, con el escenario que hace posible este cambio de marco interpretativo, se abre una tercera hipótesis por demostrar del mayor interés para el futuro de la democratización. A saber: la posibilidad de introducir una mutación discursiva que haga viable un cambio de institucionalidad efectivo; un cambio sobre el que articular el poder constituyente más allá de la moderna gramática liberal. No es una disyuntiva menor, toda vez que de ella depende si se opera un cierre gatopardesco sobre la apertura constituyente en curso (alguna modalidad pactada de cambio de régimen) o si, por el contrario, se opera un cambio sustantivo y emancipador (un proceso cuyo resultado escape a los pactos de elites y avance en una mayor democratización).

La escisión popular

El cambio discursivo ha llegado cuando podía llegar: las europeas. Al tratarse de comicios a un nivel de gobierno superior al estatal, la propia convocatoria hacía factible las condiciones de enunciación en los términos de la competición por resignificar la cuestión nacional, tanto española como de las naciones sin Estado. Así, por ejemplo, la denuncia de la casta como una elite ilegítima y de intereses espurios, la reivindicación de la soberanía perdida ante mercados e instituciones europeas o del derecho ciudadano a decidir de forma efectiva agenda, políticas, etc., son argumentaciones más fácilmente articulables en la estructura de oportunidad que prefiguran las elecciones europeas.

No puede ser de otro modo: el enmarcamiento que hace posible la actividad discursiva de significantes que apelan a una totalidad (España, pueblo, nación...) es tanto más sencillo y puede ser presentado tanto más cómodamente como autoevidencia, cuanto más fácil sea identificar en el discurso un antagonista que, ya sea Merkel, la Troika o las agencias de calificación de la deuda, permite situar el origen de todos los males fuera del significante. Huelga decir que en tiempos de excepcionalidad y crisis de régimen este tipo de actividad discursiva viene facilitado por las propias condiciones de posibilidad en que opera el debate. Sin embargo, la cuestión de fondo no es tanto saber cómo se activa la escisión popular con el soberano, cuanto comprender que ello no es más que una fase transitoria en la que no se puede permanecer sin agotar el impulso constituyente.

Es aquí donde se impone repensar la relación entre mando y cuerpo social, toda vez que no estamos bajo el marco del Estado nacional (caso de los populismos latinoamericanos), sino en un complejo sistema de gobierno multinivel. Ello afecta a nociones clave como soberanía, Estado y muchas otras. Más aún, precisamente por ser nuestras coordenadas geohistóricas las que son, se hace preciso repensar también los contenciosos nacionales históricos fuera de los viejos esquemas. El discurso de Pablo Iglesias interpela de manera inquívoca a los nacionalismos sin Estado desde un exterior que propone una interlocución inaudita. El federalismo constituyente de Ada Colau, dispuesta a votar en desobediencia un Sí+Sí en la consulta del 9N, tampoco se deja reducir a los esquematismos de siempre. Ver en Podemos la anécdota de Villarejo y dejar de reconocer la potencialidad de ruptura en el discurso de referente español es un ejercicio de autorreferencialismo arriesgadamente impolítico.

Reubicar la idea de nación, cambiar la gramática política

Pero llegados a este punto también emergen las limitaciones gramaticales del populismo: más allá de apelar a un empoderamiento en ruptura con el mando neoliberal (que no es poco), ¿qué resuelve el operar tan solo en el marco de referencia institucional de la forma-Estado como instrumento regulador del mercado si con ello no se altera la propia institucionalidad de las formas estatales y mercantiles, ni se responde al mando multinivel?

Al igual que puede proponer un mayor intervencionismo económico sobre el mercado, el proyecto populista puede ofrecer una federalización del Estado hasta hoy siempre postergada en la izquierda: un proceso de ruptura constituyente en el que las nacionalidades históricas y regiones se constituyesen en estados de una (con)federación, de preferencia reconociendo las asimetrías inevitables. Sin embargo, tanto lo uno como lo otro son hoy, en el marco de la constitución material, soluciones en extremo cortoplacistas, que no resuelven la institucionalidad de los comunes, ni un nuevo lugar para la nación en el discurso.

Y si esta tarea es lenta o se mueve a más largo plazo, no por ello es menos urgente. Hora va siendo de superar el momento populista y pensar en cómo organizar un demos complejo, plural, compuesto y de múltiples naciones. Al fin y al cabo, para pensar la política más allá de los límites del presente es preciso repensar los conceptos más allá de sus declinaciones contemporáneas. No llega con solo significar distinto (semántica), hay que cambiar de gramática.