“Si
los catalanes se quieren marchar, no hay nada que discutir”,
así hablaba Pablo Iglesias el 19 de enero en una entrevista con
Vilaweb, y añadía a continuación: “soy
patriota; para mí ser patriota no tiene nada que ver con amenazar a
catalanes o vascos, ni decir que el ejército tiene que salvaguardar
la unidad de la nación. Quienes se llenan la boca con la palabra
España son los mismos que tiene cuentas en Suiza y destruyen los
servicios sociales”.
No
hace falta ser muy perspicaz para percibir el carácter inusual de
este enmarcamiento de la cuestión nacional. Y no solo por sus
contenidos, sino por quien los enuncia y desde donde lo hace. No es
casual. Lo que antes se decía “izquierda” ahora asiste a un
terremoto sobre los significantes clave del discurso que hasta se
creían patrimonio de la “derecha”: España, nación, patria,
pueblo, Estado, soberanía... Esta reorganización del marco
interpretativo general no habría salido de la anécdota académica
de quienes lo han ideado si con ella no se hubiese alterado de forma
decisiva el panorama electoral. Y es que a juzgar por los resultados
de Podemos, el conjuro del aprendiz de brujo ha funcionado.
La
irrupción de la candidatura de Pablo Iglesias, traslación a la
arena electoral del nuevo marco, ha venido a verificar dos hipótesis
fundamentales estrechamente interconectadas: la primera es que ya no
estamos en un contexto de normalidad donde los enmarcamientos del
régimen se (re)producen sin dificultad; la segunda es que la
apertura del horizonte constituyente no se dejará reducir a las
concreciones discursivas que hemos visto funcionar hasta ahora.
Persistir en reactivar los viejos significantes es, pues, garantía
de derrota.
Pero
aún es más, con el escenario que hace posible este cambio de marco
interpretativo, se abre una tercera hipótesis por demostrar del
mayor interés para el futuro de la democratización. A saber: la
posibilidad de introducir una mutación discursiva que haga viable un
cambio de institucionalidad efectivo; un cambio sobre el que
articular el poder constituyente más allá de la moderna gramática
liberal. No es una disyuntiva menor, toda vez que de ella depende si
se opera un cierre gatopardesco sobre la apertura constituyente en
curso (alguna modalidad pactada de cambio de régimen) o si, por el
contrario, se opera un cambio sustantivo y emancipador (un proceso
cuyo resultado escape a los pactos de elites y avance en una mayor
democratización).
La
escisión popular
El
cambio discursivo ha llegado cuando podía llegar: las europeas. Al
tratarse de comicios a un nivel de gobierno superior al estatal, la
propia convocatoria hacía factible las condiciones de enunciación
en los términos de la competición por resignificar la cuestión
nacional, tanto española como de las naciones sin Estado. Así, por
ejemplo, la denuncia de la casta como una elite ilegítima y de
intereses espurios, la reivindicación de la soberanía perdida ante
mercados e instituciones europeas o del derecho ciudadano a decidir
de forma efectiva agenda, políticas, etc., son argumentaciones más
fácilmente articulables en la estructura de oportunidad que
prefiguran las elecciones europeas.
No
puede ser de otro modo: el enmarcamiento que hace posible la
actividad discursiva de significantes que apelan a una totalidad
(España, pueblo, nación...) es tanto más sencillo y puede ser
presentado tanto más cómodamente como autoevidencia, cuanto más
fácil sea identificar en el discurso un antagonista que, ya sea
Merkel, la Troika o las agencias de calificación de la deuda,
permite situar el origen de todos los males fuera del significante.
Huelga decir que en tiempos de excepcionalidad y crisis de régimen
este tipo de actividad discursiva viene facilitado por las propias
condiciones de posibilidad en que opera el debate. Sin embargo, la
cuestión de fondo no es tanto saber cómo se activa la escisión
popular con el soberano, cuanto comprender que ello no es más que
una fase transitoria en la que no se puede permanecer sin agotar el
impulso constituyente.
Es
aquí donde se impone repensar la relación entre mando y cuerpo
social, toda vez que no estamos bajo el marco del Estado nacional
(caso de los populismos latinoamericanos), sino en un complejo
sistema de gobierno multinivel. Ello afecta a nociones clave como
soberanía, Estado y muchas otras. Más aún, precisamente por ser
nuestras coordenadas geohistóricas las que son, se hace preciso
repensar también los contenciosos nacionales históricos fuera de
los viejos esquemas. El discurso de Pablo Iglesias interpela de
manera inquívoca a los nacionalismos sin Estado desde un exterior
que propone una interlocución inaudita. El federalismo constituyente
de Ada Colau, dispuesta a votar en desobediencia un Sí+Sí en la
consulta del 9N, tampoco se deja reducir a los esquematismos de
siempre. Ver en Podemos la anécdota de Villarejo y dejar de
reconocer la potencialidad de ruptura en el discurso de referente
español es un ejercicio de autorreferencialismo arriesgadamente
impolítico.
Reubicar
la idea de nación, cambiar la gramática política
Pero
llegados a este punto también emergen las limitaciones gramaticales
del populismo: más allá de apelar a un empoderamiento en ruptura
con el mando neoliberal (que no es poco), ¿qué resuelve el operar
tan solo en el marco de referencia institucional de la forma-Estado
como instrumento regulador del mercado si con ello no se altera la
propia institucionalidad de las formas estatales y mercantiles, ni se
responde al mando multinivel?
Al
igual que puede proponer un mayor intervencionismo económico sobre
el mercado, el proyecto populista puede ofrecer una federalización
del Estado hasta hoy siempre postergada en la izquierda: un proceso
de ruptura constituyente en el que las nacionalidades históricas y
regiones se constituyesen en estados de una (con)federación, de
preferencia reconociendo las asimetrías inevitables. Sin embargo,
tanto lo uno como lo otro son hoy, en el marco de la constitución
material, soluciones en extremo cortoplacistas, que no resuelven la
institucionalidad de los comunes, ni un nuevo lugar para la nación
en el discurso.
Y
si esta tarea es lenta o se mueve a más largo plazo, no por ello es
menos urgente. Hora va siendo de superar el momento populista y
pensar en cómo organizar un demos complejo, plural, compuesto
y de múltiples naciones. Al fin y al cabo, para pensar la política
más allá de los límites del presente es preciso repensar los
conceptos más allá de sus declinaciones contemporáneas. No llega
con solo significar distinto (semántica), hay que cambiar de
gramática.