"La intención directa de voto muestra que ERC vencería en las generales con un 15,2% de los votos, seguida de cerca por Podemos (13,45%) y CiU (10,4%). Por detrás quedarían PSC y PP (8,7% y 6,6%) ICV (5,6%) y Ciutadans (3%)". Así disfraza hoy El País los datos de una encuesta que viene a sumarse a otras anteriores en dibujar la crisis del régimen que estamos viviendo.
Dos reflexiones se me vienen a la mente cada vez que veo en las encuestas los resultados de Podemos. La primera es una precaución: no se vende la piel del oso antes de cazarlo. Una cosa son estados de opinión marcados por las encuestas (que no es poco!) y otra traducirlos en cambios políticos. La segunda reflexión no es otra que la necesidad de organizar maquinarias políticas (en plural) que lleven a cabo a un tiempo dos tareas fundamentales: por una parte asaltar las instituciones del régimen para hackear su código en una clave democratizadora; por otra, producir los contrapoderes que hagan que ese asalto no repita aberraciones como la del PSOE en 1982.
Las soluciones para esto último son múltiples, pero también aquí se impone precisar un par de cosas. Y es que el activismo no dispone de cuadros suficientes para un asalto como el que el hundimiento del régimen hace posible a cada paso. Una de las falacias en las que corremos el riesgo de entramparnos es la que predica a un tiempo que hay que asaltar las instituciones desde los movimientos y, a la par, mantener la autonomía de estos (algo falla en esta ecuación y se conoce como "masa crítica": o el número de cuadros es suficiente o los movimientos serán cooptados en parte y llevados al colapso a un tiempo).
De igual modo, parece claro que ante las oportunidades que se están abriendo, ya no se puede hacer política desde el perfeccionismo moral, el pedigrí activista y la creencia ("aristocrática" en su sentido etimológico) de que hay gentes mejores para el ejercicio del poder que otras. Pensar que se pueden derivar ventajas del hecho -atención- de haber soportado más asambleas o pegado más carteles no es más que sustituir una casta por otra. La meritocracia de la militancia stalinista, como la larga historia de las teorías del tutelaje, no sirven al poder constituyente.
Antes bien, lo que se está demostrando con fenómenos como Podemos es que el protagonismo no puede corresponder a las militancias y menos aún a sus vicios y cosmovisiones ideológicas. El protagonismo, en democracia, es de quien es: el pueblo; y más concretamente, dado que la democracia no es un estado de cosas sino el resultado contingente de la pugna entre democratización y desdemocratización, el pueblo que se hace multitud. Por ello mismo no han de ser quienes se fabrican una identidad (verdadera o en la inmensa mayoría de los casos falsa) como activistas quienes protagonicen el cambio, sino la gente común, nuestrxs conciudadanxs.
Aquí se plantea el problema al que quiere dar respuesta el perfeccionismo moral, bajo una perspectiva bien distinta. La cuestión no es tanto de qué protagonistas como de qué protagonismo se trata, esto es, no es tanto un problema de definir el personal legítimo para el asalto democrático a las instituciones de la forma-Estado (dado que en democracia, nadie es más que nadie y todxs somos iguales en derechos y deberes), cuanto de saber cuáles son los mecanismos que hacen posible la producción y ejercicio del poder. Bajo esta perspectiva el problema es de garantías, no de personas. Y más en concreto, de garantías contra lo que se hará inevitable prever y atajar: el oportunismo.
En efecto, las encuestas de Podemos son una trampa mortal cuyo funcionamiento conocemos desde 1982. Tal es el riesgo que conlleva un terremoto político como el que se vaticina. A tal fin dos soluciones se presentan como urgencia: la primera es la definición de una maquinaria política que ceda el protagonismo a la gente corriente; la segunda es que esta adquiera de manera intensiva las competencias intelectuales necesarias para el gobierno.
Desde la experiencia docente, tanto para estudiantes en las universidades donde enseño como para activistas desde experiencias como Artefakte, resulta evidente que el problema de la formación de cuadros no es menor, ya que requiere tiempo, dinero y profesorado. En una universidad ideológicamente colonizada por el neoliberalismo son habas contadas los profesores que hayan sobrevivido a las tres últimas décadas sin apegarse al mainstream académico. En el activismo, no está mucho mejor la cosa, ya que a menudo hemos asistido únicamente a la reproducción de ideologías y no a una formación crítica. Formarse y favorecer los procesos formativos autónomos que se generan desde los espacios que han aflorado en los últimos años debería ser, por todo esto, una tarea prioritaria de quienes quieren democratizar este país. Va de suyo que podemos.