Artículo publicado en el periódico Diagonal, nº 183, pág. 29
Cuando
en 1989 el mundo se sorprendía ante la inesperada caída del Muro de
Berlín, los científicos se aprestaron a buscar interpretaciones.
Pronto dieron con una clave: el efeto bola de nieve. El historiador
neoliberal Timothy Garton Ash, lo sintetizó apuntando que si en
Polonia se había tardado una década, en Hungría ocho meses y en la
RDA ocho semanas, nada impediría a Checoslovaquia tardar ocho días.
Aunque esta progresión no es exacta, apuntaba a una idea que más
tarde los politólogos precisaron: el hundimiento de los regímenes
de toda una región puede precipitarse si el mando se deja arrastrar
por sus propias inercias. Esta vieja tesis ha venido a confirmarse en
las revueltas árabes.
La
politología no dispone de gran capacidad predictiva, pero una idea
cobra fuerza en los últimos tiempos: si una ola comenzó en Grecia
hace cuatro años, si aquí, en Portugal o Italia, progresa
imparable, no parece muy inteligente, persistir en los errores que
nos han arrojado a la situación actual. El despliegue de la actual
ola parece haber desbordado ya los diques construidos por el mando a
mediados de los setenta para contener las luchas que condujeron al
fin del fordismo.
Al
igual que en Europa del Este o en el mundo árabe, la distancia entre
las constituciones formales y materiales de las sociedades aumenta
hoy a pasos acelerados. Un “dixieland” europeo apunta sus
críticas al norte desarrollado. En cada país, como no podría ser
de otro modo, esta crisis “del” sistema (y ya no crisis “en”
el sistema), se concreta de acuerdo a la combinación de las
sedimentaciones de luchas pasadas y las mutaciones de subjetividad en
curso; al progreso del movimiento.
En
el caso español, la vuelta del verano se ha confirmado, un año más,
como un nuevo otoño caliente: las acciones del #25S, #26S y #29S han
desbordado la tentativa sindical del 15S por redirigir el antagonismo
al terreno de la representación. A pesar de la criminalización del
movimiento y la represión, la emergencia del precariado es un hecho
al que ya nadie se puede sustraer; ni siquiera unos sindicatos que se
ven obligados a recurrir a la huelga general para mantener en pie el
último dique de la hegemonía que mantienen sobre el trabajo. El
cambio de la composición social antagonista muta hoy en una nueva
subjetividad, liquida la representatividad y pone fin a la hegemonía.
Mientras
tanto, las nacionalidades se han lanzado, cada una a su manera, a
renovar el personal del mando convocando elecciones. El Estado de las
autonomías se resquebraja, aunque en su mayor alcance social,
también aflora una mayor ambivalencia que todavía confiere margen
de acción a las elites de los nacionalismos vasco y catalán.
Mientras
que en el País Vasco la ciudadanía prefiere el pacto PNV-Bildu, las
elites apuntan al acuerdo PNV-PSE. ETA ya no sirve de excusa y el PNV
se arriesga a seguir cediendo terreno al soberanismo si sitúa Bildu
en la oposición.
En
el Principat la Diada está siendo aprovechada tan hábilmente por
CiU como de forma incompetente por sus adversarios. Mas ha cogido por
sorpresa al resto de partidos y se ha situado al frente de un proceso
secesionista no es más que una farsa. Queda por ver, empero, que una
vez abierto (aunque sea como farol) el dique independentista, este
acabe siendo controlado. En la presencia de la izquierda
independentista en convocatorias inminentes como el #13O radica la
cuestión. Sólo el llamado “transversalismo” puede salvar hoy al
catalanismo neoliberal.
En
Galiza, en fin, el clientelismo y la emigración pueden conferir un
último balón de oxígeno al PP. Su derrota, empero, podría marcar
un cambio de ciclo y situar el mando definitivamente a la defensiva.