La semana pasada dos acontecimientos de resonancias históricas sacudieron los parlamentos español y portugués. En el caso luso, docenas de personas interrumpieron el discurso del primer ministro, Passos Coelho, entonando Grândola, Vila Morena. En Madrid, al grito de “¡expúlsenlos, coño!”, la tercera autoridad del Estado, Jesús Posada, en sus funciones de presidente de la cámara, ordenaba que se desalojase del hemiciclo a lxs activistas de la PAH. Cada uno de estos casos reabre a su manera un horizonte constituyente cerrado hace más de tres décadas.
Pero,
además, en la coyuntura actual se ha abierto también un proceso
decisivo, intrínseco a la emergencia del poder constituyente. Se
trata de una posibilidad de cambio en la agencia antagonista sin cuya
efectuación nos arriesgamos al cierre de la política a alguna
modalidad de deriva autoritaria todavía por perfilar, pero que, en
cualquier caso, bien podría acabar facilitando el reajuste del mando
a la lógica cleptocrática que informa el proyecto neoliberal. Nos
referimos, vaya por delante, a la necesaria subsunción de la
política de partido en la de movimiento. Sin ella difícilmente se
puede pensar esa democracia otra que requiere el futuro. Los
acontecimientos que hemos dejado atrás no sólo vienen a verificar
esta hipótesis, sino que ofrecen, además, una orientación hacia la
que dirigir una estrategia de éxito a medio y largo plazo sin
renunciar a intervenir en la coyuntura. La PAH es el ejemplo.
Una
genealogía de la coyuntura política actual
Rebobinemos
y contextualicemos el presente: de la Revolución de los Claveles
hasta el “¡se sienten, coño!” de aquel infausto 23F, la Europa
medirional vio derrumbarse las dictaduras y emerger en su lugar
democracias liberales cuya principal virtud fue la de expandir hacia
el sur un modelo en la organización del mando que venía operando
con éxito en el norte desde el final de la II Guerra Mundial:
gobierno representativo basado en la selección de elites
competitivas elegibles entre burocracias de partido, incorporación
subalterna del trabajo a la dirección de la economía por medio del
sindicalismo de acción concertada, etc. Los
setenta fueron tiempos de una mutación lampedusiana: que todo
cambiase había llegado a ser imprescindible para que todo siguiese
igual.
Y
así fue. Para cuando llegaron los ochenta, el neoliberalismo
disponía ya de regímenes hechos a medida de su propia
implementación. Instaurado y consolidado el nuevo mando, sin
embargo, tendrían que desarrollarse dos olas de movilizaciones
(1985-1991 y 1994-2003) antes de que fuese posible que la política
de movimiento desbordase al régimen. En dichas olas se fueron
forjando redes de activistas, repertorios de acción colectiva,
medios de contrainformación y demás componentes necesarios a esa
agencia otra capaz de articular el relanzamiento del proceso
democratizador: el movimiento. Surgió así un espacio para la
autonomía al tiempo que se fue acumulando una silenciada masa
crítica del precariado, fuerza de trabajo abocada a la exclusión,
la contigencia y la total falta de perspectivas.
Al
mismo tiempo, la centralidad de los partidos como agencia de la
democracia fue declinando de forma inexorable. Y si en su día PSOE y
PCE habían acordado en la Platajunta conferirles el
protagonismo exclusivo de los pactos de la Transición, los déficits
de institucionalización del régimen (visibles en la ley de
partidos, en su financiación y demás) pronto abonaron el terreno
para el clientelismo y la reaparición de la política de notable
(las “baronías” de los partidos, las figuras mediáticas, etc.).
Como contrapunto, una primera generación de desobedientes, los
insumisos, protagonizó la primera fisura constituyente en el
régimen.
Un
punto de no retorno
Bajo
el encuadramiento que venimos de perfilar, lo sucedido la semana
pasada adquiere pleno sentido en el marco del cambio de agencia que
comporta la subsunción de la política de partido en la de
movimiento. Negro sobre blanco, esta última,
impulsora desde el 15M de una tercera ola de movilizaciones,
se ha demostrado la única capaz de articular hoy una oposición
efectiva a la degradación desdemocratizadora del mando en
cleptocracia. En vano intentó el tribuno de la plebe, Alberto
Garzón, “hackear” la sesión de Draghi para conseguir un
trending topic.
En vano —aquí entramos ya en lo esperpéntico— creyesen Talegón
y Aguilar factible la pesca de votos en el #16F, siendo expulsados
finalmente de la manifestación por la multitud al conocido grito del
“no nos representan”.
Y
es que ni notables ni partidos se encuentran hoy en situación de
organizar una agencia de la democratización a la altura de las
circunstancias. El éxito de la PAH ha radicado, antes que nada, en
una ejemplar muestra de política de movimiento: impulsar un
repertorio de democracia directa —la ILP promovida desde la
desobediencia— sin partidos como mediadores, pero con un punto de
palanca suficiente en el régimen como para desbordar los cauces de
este en pro de una recuperación del derecho de la gente a decidir su
propio destino.
Más
allá de atacar el régimen en la línea de flotación de su
constitución material (el modelo productivo basado en el ladrillo),
la PAH ha conseguido dar forma a toda una agencia política: apuntala
la legislación más de lo que la izquierda parlamentaria, presiona
al ejecutivo y a la mayoría absoluta del legislativo más de lo que
sueña con llegar a hacer la oposición, organiza y moviliza la calle
como hace décadas que no lo hacen los partidos, pone la opinión
pública contra las cuerdas hasta hacer necesarias las más obscenas
campañas de difamación, etc.
Así
las cosas, la tejeriana interjección de Posada apenas ha desvelado
la impotencia del régimen partitocrático ante la irrupción del
movimiento y la democracia directa en su propio espacio de poder. Y
es que sin mediadores corrompibles, jerarquizados y, por ende,
controlables, la PAH ha conseguido lo que nunca habría podido haber
conseguido la izquierda parlamentaria: obligar a un PP con mayoría
absoluta a dar su brazo a torcer. Cierto que el PP mantiene en sus
manos el último recurso institucional. Sin embargo, ¿acaso puede la
oposición algo más que la PAH al respecto? ¿No será como en 2004
que la multitud y no el PSOE tenga que derrotar al PP?
Llegados
aquí se impone pensar el paso siguiente: ¿cómo subsumir en ella la
política de partido? ¿cómo generar en el gobierno representativo
los interfaces que cortocircuiten la implementación de su
funcionamiento haciendo implosionar el proyecto neoliberal? Hora es
de tomarnos en serio la política de movimiento y no como un mero
motor subalterno de las precampañas electorales de la izquierda. El
15M el régimen fue desbordado. Ya no es hora de alternativas “en”,
sino “al” régimen. La agencia democrática ya no es la del
movimiento subsumido en el partido, sino la del partido subsumido en
el movimiento.