dilluns, de febrer 04, 2013

[ es ] La subjetividad sin atributos


Estos últimos días he ido robando preciosos minutos aquí y allá para dar cuenta del libro recopilatorio de Mark Greif que lleva por título Qué fue lo hipster (Alpha Decay, 2011). Vaya por delante: el libro no me ha parecido ninguna maravilla ni algo excepcional. Sin embargo, ni que sea por razones que ahora no vengan al caso, consiguió despertar mi interés; es lo que tienen las lecturas fáciles sobre temas curiosos.

En sus páginas, subtituladas de forma un tanto excesiva "una investigación sociológica", el editor nos ofrece la transcripción del debate organizado hace algunos años por N+1 a la que añade una serie de materiales diversos más o menos interesantes. Versa este conjunto de textos en torno a una evanescente figura sociológica, el hipster, cuyo principal, cuando no único rasgo definitorio es la vacuidad a que aboca una construcción exclusivamente consumista de la propia identidad; identidad por demás, que no puede ser sino una identidad de la no-identidad (a la manera, mutatis mutandi, del hombre sin atributos de Musil). 

Y es que, por más vueltas que se le da al tema, nunca acaba de perfilarse una figura que, por su condición intrínsecamente postmoderna, se acaba desvelando más bien como una suerte de escurridizo concepto-sumidero, un agujero negro de la teoría antropológica y sociológica (no digamos ya de la teoría política) por el que se pergeñan distintos análisis de procesos bien concretos (gentrificación de las grandes ciudades, recomposición social del postfordismo, etc).

Esta radicalidad negatividad (casi dialéctica) con que discurren las distintas argumentaciones y se expresan los diferentes puntos de vista, hace que acabe siendo necesaria una advertencia al lector: olvídese el concepto para poder abordarlo. Contraatáquese recurriendo a la estratagema lakoffiana, a saber: "no piense en un hipster". Pero de manera efectiva, esto es, sin pensar realmente en un hipster. Déjese de lado el concepto y obsérvese la manera en que organiza los campos semánticos, las pragmáticas discursivas, los afectos y desafectos, los gestos estéticos.Precisamente por la venialidad aparente de un material recogido y editado desde un locus de enunciación como N+1, no cabe otra opción de lectura que esquivar toda literalidad concreta, que buscar ese prisma de lo vacío para poder, a la manera de un/a lector/a omnisciente, e intentar entonces, en la medida de las capacidades, diseccionar los actos ilocucionarios que pergeñan un mosaico en el que lo hipster, por su condición etérea, opera como un significante-espejo en el que cada cual se ha de medir por su proporcionalidad a los parámetros cambiantes, asimétricos, biopolíticos de la sociedad de consumo. 

No es tarea grata ni fácil, ciertamente, pero acaso sea la única que permite escapar a las numerosas aporías que comporta el propio concepto de una identidad de la no-identidad; una modalidad de juicio identitario que parasita toda determinación para rechazarla a un tiempo como tal, que urge del santo decir sí para poder acometar un mercantil decir no a decir sí. Es así como el no decirse hipster hace hipster a quien pretende no decirse tal, reafirmándose cuanto más se niega y proyectándose, sin excepción a lo largo de todos los argumentos esgrimidos, como una poliédrica mise en abîme de la que no se puede escapar por no existir ese exterior desde el que se pretende hablar y de ahí, tal como hemos apuntado, que sea preciso operar esa modalidad de lectura abstracta, que no piensa en hipsters porque se sitúa exactamente en el mismo lugar de lectura del significante abstrayéndose de sus posibilidades de significación y buscando en los textos las implicaciones ilocucionarias del debate. 

A partir de esta premisa, la lectura comienza a hacerse realmente interesante. Son múltiples las cuestiones que aparecen. Me quedaré de momento con aquella que más me ha llamado la atención y que recorre los ensayos finales: la etnicidad de un racismo blanco sin fundamentación animal, un postracismo, en sentido estricto, del cual no se requiere estirpe, origen o nación, sino decisión en el consumo modulada por pulsiones publicitariamente inducidas desde la infoesfera y sus patologías narcisistas. En las figuraciones que se derivan del juego de lo contingente intrínseco a la moda, se presenta al fin la vanalidad totalitaria de un mercado en el que se exonera al cínico consumidor blanco de todo arraigo geohistórico, de cualquier responsabilidad de haber nacido, de su propia nación, haciendo que emerja, al fin, la subjetividad cosmopolita que reclama el Imperio para poder organizar los complejos dispositivos metropolitanos de un biopoder que realiza el proyecto de la gobernanza global. 

Desde las reflexiones de Jace Clayton sobre los hipsters limeños hasta el conflicto con los satmars bosquejado por Christopher Glazek, el significante insignificable se revela como elemento ordenador del discurso, a la manera del dios que por innombrable todo lo nombra. No hay ya aquí, lugar para un exterior a los agenciamientos. Todo antagonismo se exige al fin escisión interior, ruptura o desgarro orientado a la implosión. Y frente a la total heteronomía del sumidero, la levitación, el viaje, el vuelo de una lectura lisérgica realizada desde la arcadia conceptual de la Autonomía.