En
estos días toda la atención mediática relativa al 15M parece reducirse
básica y progresivamente a dos cosas: 1) si vuelve a aparecer en las
plazas; 2) si debate sobre la reforma de la ley electoral. Nada más
errado que partir de estos términos si se quiere comprender el debate
efectivo para el movimiento.
No nos esperes, Leviathan, que volveremos (pero no ahí)
Por
lo que hace a la reaparición en las plazas y el debate que, en
consecuencia, se ha generado sobre si el movimiento puede (o no)
reocupar las plazas no es ya cosa del movimiento, que, por moverse, se
encuentra más allá de esta cuestión. De hecho, tal y como se demostró en
su momento en la Puerta del Sol o en Plaça Catalunya, la multitud no
pide permisos a las administraciones de Leviathan para ejercer el
derecho democrático. Sencillamente lo hace y punto. Y a la que el
imperio monopolístico de la violencia intenta imponerse, fracasa (a
veces doblemente incluso, como se ha visto en el caso de la destitución
del responsable policial que a las órdenes de Puig orquestó las
persecuciones en la Ciudad de la Justicia).
Una vez la lección aprendida, una vez que el demos ha demostrado que no tiene que solicitar permiso para ejercer sus derechos ¿qué sentido tiene volver a repertirla? ¿Ha de solicitar el demos autorización
para hacer efectivo un derecho democrático? ¿A quien? Esta pregunta
sólo adquiere sentido si se entiende que la procedimentalidad
democrática no se regula directamente por el demos, sino por una
agencia que interfiere disciplinando y exponiendo la política a la
intervencción del hegemón; una agencia, recordémoslo para lo que hace al
diseño institucional del régimen español, que no es electa por el demos
(no así en otras democracias liberales como EEUU o Suiza).
Quien
quiera comprender la táctica del movimiento hoy tiene que centrar su
atención en la lógica del enjambre y en el carácter contingente de las
elecciones respecto al propio desarrollo del movimiento. Por lo que hace
a la primera, carece por completo de sentido (y nada mejor que la
tentativa mediática de capturar el movimiento en la repetición del
repertorio de las acampadas en las plazas) querer reiterar formas de
acción colectiva que carecen de sentido para el propio despliegue del
movimiento. Una estrategia antagonista que se funda en seguir las
tácticas del mando sólo puede abocar a la reificación, a la captura, al
fracaso.
Por
el contrario, en la modularidad del repertorio, en su carácter dinámico
rekombinante, irreificable, está la clave del progreso del movimiento.
Quienes en el movimiento persistan en repetir el repertorio de acampar
en la plaza harán bueno el viejo apotegma marxiano: "la primera vez como
drama, la segunda como farsa". Quienes opten por evaluar lo hecho
(auto)críticamente y proyecten nuevas acciones desobedientes más allá de
la campaña electoral en curso, facilitando a un tiempo las condiciones
internas de la imprescindible confrontación de pareceres (agonismo),
conseguirán sin duda mantener abierto el horizonte de una lucha que, a
juzgar por la más que probable victoria de la derecha, tendrá lugar
entre dentro y fuera de la representación parlamentaria.
La ley electoral no es el problema, es una contingencia
Desde
el 15M, el estamento político y los grandes conglomerados mediáticos
han hecho todo lo posible por llevar el movimiento a su terreno, esto
es, al terreno de la representación. No entienden otra lógica, pues
cuestionarla sería su propio fin. No es de sorprender, pues, que la
respuesta al "no nos representan" haya sido un "ok, pues abramos el
debate sobre la ley electoral" (al tiempo en que, por cierto, se
introducen reformas para dificultar la concurrencia de las pequeñas
candidaturas y se blinda el neoliberalismo en la Constitución). Aquí
está, empero, la trampa.
El
éxito mediático del marco interpretativo que lee el 15M como una
reivindicación de reforma de la ley electoral encuentra una explicación
táctica en el propio entramado de intereses del mando. Y es que, entre
sus ventajas, está la de atraer un sector nada desdeñable del
movimiento, aunque periférico al mismo, hacia la maquinaria centrípeta,
cosificadora y disciplinante del gobierno representativo. No nos
engañemos: no son pocos quienes en el movimiento siguen anclados en la
vieja gramática política liberal de la modernidad (incluso aunque se
quieran más antisistémicos que nadie).
Así,
desde Equo a Izquierda Anticapitalista, pasando por Izquierda Unida y
los nacionalismos de izquierda (tal vez con la excepción de Bildu), no
son pocos quienes de entre el protagonismo colectivo de los últimos
meses quieren discurrir por los derroteros de la maquinaria
representativa. Y lo que es peor aún, sin comprender sus propias reglas
de juego. De esta suerte, sin comprender el impacto de la ley electoral
sobre las intenciones de voto algunos se presentan a las elecciones
igual que se juega a la lotería. A falta de virtu, confían todo a la fortuna.
Y
es que uno puede votar, pongamos por caso, a Revolta Global pensando
que conseguirá un escaño anticapitalista y estar en rigor produciendo un
voto válido que computará finalmente como una fracción de voto a CiU.
En otras palabras: queriendo ser un voto pleno anticapitalista, se acaba
siendo una fracción de votante neoliberal por culpa de las escasas
posibilidades que se tienen de conseguir representación en el marco
legal en vigor. Lo dicho, poca (o nula) virtu
[ nota:
incluso en el pobre argumento aducido habitualmente y que asegura que
la presentación de listas es útil a la construcción de un proyecto
alternativo carece de valor. Una "construcción" como la que se plantea,
al operar en la lógica de la representación, desplaza el movimiento a la
arena política del mando y, por ello mismo, se derrota a sí misma
incluso antes de haber comenzado. Política del acto fallido que no es
sino pura política de la impotencia que agota, a su vez, en lugar de
actualizar, la potencia del movimiento ]
Excursus: ya puestos en la reforma de la ley electoral...
Llama
la atención que quienes hoy más insisten en la reforma de la ley
electoral argumenten desde posiciones políticas que se centran
básicamente en la proporcionalidad pura de un cuerpo electoral de
referente nacional español. Sabido es que IU lastra de nacimiento una
profunda incomprensión, en modo alguna exclusiva, de la cuestión
nacional y el federalismo. No nos debería sorprender, pues, que en su
inercia ideológica, quienes piden una reforma electoral pensando
(implícita o explícitamente) en reforzar una IU centralista y unitarista
prefieran un distrito español, que no uno basado en la territorialidad
autonómica (ni que decir en las naciones sin Estado). En la pragmática
de la nación española "única e indivisible" auspician un campo de pugna
electoral(ista) que aspiran (confesa o inconfesamente) resuelva por la
vía de la asimilación institucional, las tensiones multinivel que en el
Estado de las autonomías mantienen viva la cuestión nacional.
Más
sorprendente, por el contrario, es el hecho de que quienes confían al
debate sobre la ley electoral su apuesta estratégica, desconozcan el
impacto que una reforma como la que tienen in mente podría tener sobre
el sistema de partidos a medio plazo. El cálculo, una vez más, ignora
las repercusiones de la ley electoral sobre los resultados electorales
en el medio plazo (otro buen ejemplo de pensar la política como acto
fallido que agota la potencia del movimiento).
Así,
al igual que el PCE cometió el terrible error de confiar la
representación política a la Ley de D'Hondt (seguramente en el primario
razonamiento cainita de reducir el PSOE a lo que hoy es IU), hoy no son
pocos quienes, guiados por la pulsión de traducir los votos de IU de
manera proporcional (pensando que con ello conseguirían blindar la
izquierda con un sistema de vasos comunicantes que impidiese al PSOE
hacer lo que Zapatero y Rubalcaba han hecho en el final de legislatura),
lo que en realidad promueven es el reforzamiento del centralismo
unitarista más duro: UPyD. Como si en la configuración de las opciones
electorales no interviniesen los medios, la manipulación informativa,
etc., piensan, en un ejercicio ingenuo (cuando no directamente estúpido)
que con el cambio de la ley electoral se asegura un giro definitivo a
la izquierda. Sin embargo, a poco que se piense en las consecuencias a
medio plazo, no resulta difícil comprender que por esta vía nos
esperaría un sistema político cuasi-bipartidista con un pequeño partido
bisagra en el centro (UPyD) que, a la manera de los liberales alemanes
de la FDP facilitaría la alternancia que requiere la gobernanza
neoliberal.
El rendimiento de cuentas es una exigencia estratégica
A
diferencia de la reforma de la ley electoral, la exigencia de la
introducción de mecanismos relativos al rendimiento de cuentas
constituye un buen objetivo a medio plazo del movimiento. Las redes
activistas deberían profundizar en esta dirección. Y de hecho ya lo
hacen, aunque no en el marco de la plena autonomía, cuando lanzan
iniciativas como la de Democracia 4.0
Precisemos:
al apostar por la introducción de mecanismos que hagan posible el
control directo de la representación por la ciudadanía, las redes
activistas no deben pensar que alcanzarán la panacea. En rigor, lo único
que conseguirán es generar otras reglas de juego, otro escenario
institucional en el que consigan hacer avanzar sus proyectos y programas
con un coste de dependencia menor respecto a las políticas de notable y
de partido. Al fin y al cabo, de lo que se trata, es de profundizar en
la democratización, allí donde estas otras dos agencias de la democracia
(notables y partidos) se erigen hoy como frenos al pleno despliegue de
la procedimentalidad democrática.
Y
es que, no nos engañemos, lo que mueve al movimiento es la demanda de
más democracia (de una "democracia real"), esto es, la demanda de la
democratización plena del régimen frente a la desdemocratización que hoy
implementan los partidos en distinto grado según los recursos de poder
de que dispongan. Dado que ya disponemos de una democracia liberal, con
todas sus limitaciones (la limitación, de hecho, es aquello que
distingue sustantivamente la democracia liberal de la democracia
absoluta), de lo que se trata ahora es de provocar la mutación hacia una
comprensión diferente en la Constitución (formal) de la agencia
política que sea correlato de los cambios que se operan en la
Constitución (material). Y ello no ya por un afán de perfeccionamiento
del régimen en vigor (que siempre, en tanto que democráticamente
mejorado ya sería un éxito de por sí únicamente cuestionable desde las
pulsiones suicidarias del "cuanto peor, mejor"), sino porque permite
generar otros escenarios de antagonismo en los que el régimen político
del común devenga posible.
Más
aún, al pensarse el movimiento en la exigencia estratégica del
rendimiento de cuentas conseguiremos algo mucho más importante, a saber:
formular el debate sobre las condiciones estratégicas en que deviene
posible una agencia directa de lo político, una democracia plena, un régimen político del común o res publica.
Aquí radica el desafío estratégico para el movimiento, la posibilidad
de imponerse a medio plazo a la inoperancia de los partidos de
izquierda, a las trampas del sistema electoral, de la democracia
representativa, del mando neoliberal. Únicamente bajo una perspectiva
que sitúa en el empoderamiento ciudadano (sin agencias mediadoras) la
estrategia del movimiento deviene posible su propio éxito. El resto,
incluido que tengamos más diputados a la izquierda de la izquierda en un
parlamento con una mayoría aplastante del PP (o en futuros parlamentos
basculantes en base a UPyD), resulta, de facto, intrascendente para el
futuro.
Pero entonces, ¿yo qué voto?
Redimensionado
el valor del voto en estas elecciones como la poca cosa que es, tampoco
tendría sentido caer en los razonamientos anómicos de un anarquismo
facilón. El 20N será, porque de hecho ya es, una fecha de éxito: la
derecha tendrá que ganar sometida a las reglas de la democracia liberal y
el gobierno representativo. En la fecha en que los anhelos de su
memoria suspirarán por el caudillo perdido la democratización parcial
del régimen debe preparar los pasos siguientes a que habrá de arrastrar a
los sectores conservadores. Y es que en la lectura de la democracia
como proceso de formación geohistórica del gobierno de la multitud, el
20N es mucho más que el día en que el mando se asegurará el remplazo de
la pieza social liberal por la neoconservadora. Será el día del festejo
de la muerte de un dictador y del disciplinamiento democrático de la
extrema derecha.
Si
el votar el 20N en el marco de la democracia liberal confiere el mando a
los herederos reciclados a la democracia del Franquismo, la pregunta
entonces cambia para dejar de ser ¿cómo hacer que la derecha no gane?
para convertirse en ¿cómo escapar a las propias reglas de la
representación que hacen posible el gobierno de la derecha y conseguir
que este haya de obedecer al mandato ciudadano? Como siempre, en
política, lo inmediato (la táctica) debe ser coherente con el medio y
largo plazo (la estrategia) y en este sentido, las opciones de voto el
20N deben responder a las condiciones de dominación institucional
objetiva bajo las que se (re)produce hoy el mando neoliberal; esto es,
bajo las alternativas de partido que se concurren en los comicios y la
ley electoral que los articula.
Vayamos
por partes. Primeramente, las opciones de partido. La izquierda a la
izquierda del PSOE ofrece un panorama poco esperanzador. Incluso
multiplicando por cuatro sus resultados (tal y como augura el CIS),
Izquierda Unida seguirá siendo un epifenómeno dependiente, en cualquier
caso, del interés que en cada momento quiera prestar a sus voces un
paisaje mediático dominado por el neoliberalismo. Otras opciones de
referentes nacionales sin Estado tampoco conseguirán mucho más (algunas
incluso mucho menos, dadas sus derivas derechistas -así, por ejemplo, el
caso de Esquerra). Cierto es que el gesto de los partidos ante la
reforma de la Constitución muestra su permeabilidad a las presiones del
movimiento. Y por esto mismo, sin volcar en ellos mayor atención que la
que se les preste el 20N el voto que les destinemos debería pensarse
únicamente de manera instrumental y coyuntural.
En
este orden de cosas, dado que las organizaciones de partido movilizan
lo que movilizan (unas mucho menos que otras) y la ley electoral es la
que es, debemos prestar especial atención a la combinación de dos
variables: por una parte, las opciones razonables de la candidatura y,
por otra, las dimensiones del distrito en que votamos (la provincia). En
el caso de las opciones razonables de la candidatura (sólo hasta cierto
punto deducibles de las encuestas), el factor decisivo es que la
candidatura en cuestión cuente realmente con opciones seguras de obtener
escaño. Así, por ejemplo, votar al BNG en las provincias de A Corunha y
Pontevedra puede tener sentido dadas sus opciones, pero votar la
candidatura de IU en esta misma provincia carece de él.
Esta
variable (las opciones razonables de cada candidatura) es
particularmente relevante a la hora de plantearse votar pequeños
partidos con organizaciones cuasi inexistentes (casos de Equo,
Izquierda Anticapitalista y otros), habida cuenta de que, dado lo
alejados que se encuentran de conseguir el escaño en la inmensa mayoría
de los distritos, el voto a sus candidaturas será, por obra de la ley
de d'Hondt, una fracción de voto a los grandes partidos. Recuérdese el
ejemplo de Revolta Global/Izquierda Anticapitalista mencionado más
arriba.
Esto
último nos conduce a cruzar la primera variable (las opciones
razonables) con la segunda variable: las dimensiones del distrito.
Desafortunadamente, el sistema electoral sólo facilita un voto (cuasi)
proporcional a los distritos más grandes (Madrid, Barcelona, etc.).
Fuera de estos distritos, el voto a las izquierdas más a la izquierda es
transformado en fracciones de voto a la derecha. Pero en estos mismos
distritos incentiva un incremento importante de la competencia electoral
(así, por ejemplo, Izquierda Anticapitalista, incapaz de presentar
candidaturas en todo el Estado, lo consigue en las principales
provincias). E incremento de competencia, tal y como lo sabe el mando,
quiere decir también incremento de la fragmentación de voto.
Así
las cosas, puede suceder que el siguiente diputado de ICV o de Esquerra
en la provincia de Barcelona deje de llegar a las Cortes por culpa de
unos miles de votos regalados a una opción que más allá de las proclamas
ideológicas, desconocemos por completo en los mecanismos de poder: ¿qué
nos hace pensar que son "buenos" o "mejores" que los que ya están? El
perfeccionismo moral nunca ha sido una buena herramienta para pensar
política y sí, un fenomenal dispositivo para el progreso de las opciones
de la izquierda autocrática (basta con evaluar de manera honesta y
democrática los efectos históricos del tutelaje leninista).
El (no) voto sin candidaturas
El sistema electoral, recuérdese, está pensado en su conjunto como una maquinaria autopoiética (un dispositivo de legitimación que encuentra en el pluralismo limitado y la legislatura su razón de ser) y no como un horizonte abierto de lucha antagonista. Es por esto último que el no-voto de la abstención es, en rigor un sí al voto válido y no un "no participo de este sistema". Quienes, siguiendo cierta irreflexiva tradición libertaria consideran que no votar les deja fuera del juego y la complicidad desconocen u obvian que el sistema ha sido pensado contando con ellos.
Por otra parte, más de manera identitaria que política, quienes se creen que en la abstención ofrecen alguna resistencia al sistema, olvidan igualmente que el sabotaje (en este caso electoral) siempre ha formado parte de la tradición libertaria. Más aún, desconocen u olvidan que el voto nulo ya ha sido una herramienta útil a los procesos de subjetivación antagonista en aquellos casos en que el déficit democrático del régimen ha abocado a la desobediencia.
Algo semejante (o peor aún) sucede con el voto en blanco. Concebido en el sistema electoral como una opción de la no-opción sistémica, aboca inevitablemente a la legitimación del resultado final. De hecho, al ser un voto válido, el voto en blanco es igualmente una fracción de voto a la candidatura mayoritaria (como si se tratase de un voto a una candidatura pequeña sin posibilidades de conseguir representación).
La única opción concebida como opción antisistémica ha sido el voto nulo. Este voto es, asimismo, un voto (en parte) deslegitimador (cosa que en modo alguno sucede con el voto en blanco dado su carácter sistémico). Cierto, podría aducirse que al significar el sistema el voto nulo como un voto "equivocado" podría pensarse que su insignificancia porcentual es la evidencia de una inmadurez democrática. Sin embargo, por esto mismo, su relevancia porcentual sería justamente desbordante para el sistema. Esta es, por lo que hace al sistema electoral, la grieta por la que se puede desbordar al régimen.
Expuesto en otras palabras: hemos conocido elevadísimas abstenciones y no ha pasado nada, pero ¿y si hubiese tantos votos nulos como abstenciones? El carácter activo del voto nulo articula otra estrategia, abre otras opciones constituyentes post-20N. Si es masivo, porque directamente obligaría a replantearse la validez del resultado electoral; y si no, porque indirectamente ayuda a los pequeños partidos con opciones (que no a las pequeñas sectas). A buen seguro esta constituye hoy para muchos en el movimiento, la opción más segura e interesante.