divendres, de febrer 08, 2008

[ es ] El rearme del nacionalismo español

Artículo publicado en Diagonal, nº 71, 7 a 20 de febrero.

Termina la legislatura del “¡España se rompe!”; la legislatura en que las Cortes liquidaron el Plan Ibarretxe, progresó la excepción mediante la aplicación de la ley de partidos y se precipitó el fin de la tregua de ETA, cerrándose con ello todas las posibilidades de resolución negociada (vale decir ‘política’) al conflicto vasco. En estos cuatro años, sin embargo, el epicentro de ese constructo mediático llamado “crispación” también se ha desplazado por un tiempo de Euskal Herria a Catalunya. Carod Rovira reemplazó así a Arzalluz y a Ibarretxe en la personificación del peligro secesionista. La política del prejuicio xenófobo se ha llevado al extremo incluso de organizarse campañas de boicot a los productos catalanes.




















El que ahora termina ha sido también un período en que se ha dejado el Estatut de Catalunya a expensas de un veredicto sobre su constitucionalidad. La promesa de un proceso estatutario hecho ‘desde abajo’, de acuerdo con el que el Gobierno central aceptaría sin ambages la propuesta del Parlament, se ha demostrado tan falaz como dependiente de la correlación de fuerzas interna del PSC. El Estatut, por demás, ha terminado siendo refrendado con un récord de abstencionismo y una desafección política sin precedentes. No muy distintas han sido, por cierto, las demás reformas estatutarias que han tenido lugar, marcadas igualmente por un profundo desinterés y la falta de participación. Eso sí, para la ocasión, la crítica al incremento competencial no ha sido objeto de la misma insidia que en el caso del Estatut.

Estos han sido, en fin, los años en que al PSOE le han surgido algunas pequeñas y muy mediáticas escisiones (Ciutadans; Unión, Progreso y Democracia...) inspiradas por ese “nacionalismo negativo” español para el que todo comienza en 1978 y la nación fuerte se puede presentar como víctima con el único fin de legitimar sus abusos. Hemos visto, así, como Montilla conseguía desbancar a Maragall y hacerse con la presidencia de la Generalitat gracias a la mayor sangría de votos que ha conocido el PSC (paradojas catalanas: todo ello no ha impedido un nuevo tripartito). El reforzamiento de la tensión centralista también se ha llevado por delante al líder del PP en Catalunya, Josep Piqué.

Así las cosas, el balance de la legislatura apunta claros síntomas de agotamiento del Estado de las autonomías y un rearme indudable del nacionalismo español, bajo sus formas más dispares, desde el nacionalcatolicismo hasta el ciudadanismo, pasando por el populismo. No se han de confundir, empero, las distintas retóricas de este españolismo con los procesos de fondo que lo impulsan.

En rigor, a lo largo de estos años hemos asistido a un agotamiento de la constitución formal del régimen (Constitución de 1978) y al progreso de importantes reajustes estatales ante los cambios operados en la constitución material de la sociedad por efecto de la globalización. De hecho, bajo esta óptica, se observa claramente cómo la tensión nacionalista española ha preparado, por una parte, la legitimación de la suspensión de garantías constitucionales (ilegalización de candidaturas, proceso 18/98, etc.) y el cuestionamiento de toda política del reconocimiento de la diversidad cultural (negación de calificar a Catalunya como nación en el Estatut), a la par que, por la otra, ha facilitado el progreso de una descentralización administrativa reuniformizadora (el “café para todos”). Una única idea domina la gobernanza del poder soberano: la excepción. Así, el régimen político de 1978, la monarquía constitucional, se ha hecho obsceno ante la democratización de la sociedad y por ello mismo se requiere de la ciudadanía la aquiescencia del súbdito. La disidencia es perseguida al punto de que los símbolos del régimen han de ser defendidos de la libertad de expresión. La renovación del poder judicial es obstruida para asegurar la unidad de quienes gestionan la excepción.

En el trasfondo de todo ello nos encontramos con las transferencias y mutaciones del poder soberano que acompañan a la tentativa de instauración de un modo de mando global. La escisión abierta por la globalización entre las constituciones de 1978 (la constitución formal) y de 2008 (la constitución material) anuncia así la crisis constitucional del viejo soberano (el Estado) y prefigura hoy un escenario antagonista global de confrontación entre la política del movimiento y la nueva forma de la soberanía: el Imperio.