dimecres, de juny 20, 2012

[ es ] Dónde, la dignidad


En tiempos en que el asalto al bienestar no conoce límites, el concepto de dignidad cobra una importancia fundamental en la política de movimiento. Primero escuchamos hablar de "dignidad nacional" de Catalunya cuando el Tribunal Constitucional, en una sorprendente imposición del poder judicial al resto de poderes, decidió recortar el Estatut salido de las cámaras legislativas. Más tarde, el 15M descubrió una nueva subjetividad, la de lxs indignadxs, que si bien en el enmarcamiento conformista habitual de la prensa neoliberal venían a ser unos buenos ciudadanos enfadados con las políticas neoliberales, en rigor, apuntaba a algo mucho más fundamental y complejo. 

Llama la atención, no obstante, que la dignidad sea un concepto hasta ahora tan poco tratado por la teórica política liberal. Cierto que en ocasiones hemos hablado de la inalienable dignidad del ser humano o de la igual dignidad de nacimiento. Y es que si algo parece caracterizar a la noción de dignidad es su ubicación en el discurso político, su pertenencia al momento fundacional de lo político. Por ello mismo nos surge la pregunta ¿dónde se ubica la dignidad? ¿en qué lugar del discurso se instancia? ¿quien es depositarix de la misma?

No son pocos los que, en las lecturas habituales del pensamiento moderno buscan en el sujeto protagonista, en la irreductibilidad supuesta del antropocentrismo, el lugar en que es instanciada la dignidad, el lugar de la resistencia a toda forma de dominación. Esta visión con tener una buena intuición nos deja en un terreno impreciso, en manos del ideal ilustrado del sujeto individual, racional y soberano. No deberíamos dejarnos conducir empero a la trampa de la maquinaria biopolítica que instituye el Estado nacional y a la impostación que le es propia y que intenta desplazar la irreductibilidad de la vida al dominio. Los ejemplos de lo contrario están a la vista y frente a la lectura biopolítica del mundo, el día a día nos sorprende si sabemos observar.

Imagino que más de un/a lector/a se habrá preguntado por la imagen que acompaña estas reflexiones. Otrxs se fijarán ahora que lo decimos, pues en su primera visión, tan asignificante, se les habrá escapado. Se trata de la foto de una imagen doméstica que me suelo encontrar en ocasiones. Concretamente, cada vez que me voy de casa sin mi peludo simbionte Vuk, considerándose él merecedor de salir a pasear. Su acto de protesta es tan sencillo como contundente: saca con inesperada habilidad el rollo de papel de váter de su sitio y lo deposita con todo cuidado en la alfombra para que cuando llegue pueda saber que no le ha gustado nada eso de que me marchase de casa sin él.

No siempre lo hace así. En ocasiones acepta que tenga que salir, pero allá donde se entiende en su legítimo derecho, mi partida ataca su dignidad personal; la respuesta desobediente se le impone. Por otra parte, las primeras veces que lo hizo destrozaba el rollo, por lo que le caía un buen rapapolvo. Más adelante negoció el repertorio de protesta, sólo depositando el rollo intacto sobre la alfombra; apenas con las marcas delatoras de sus colmillos (no debe ser fácil hacerse con el rollo sólo con la boca). En toda las ocasiones, por demás, tuvo a bien ponerse a salvo, bajo la cama, esperando que capease mi enfado.

Lo que Vuk hace cuando no le dejo acompañarme a la calle y expresa de esta manera su descontento apela a algo mucho más primario que la moderna dignidad del humanismo y el lenguaje de los derechos derivados del biopoder que instancia el Estado nacional. La dignidad de Vuk demuestra que esta es conflicto de intereses y no es, a la par, un patrimonio exclusivo del ser humano. Lo suyo es un ejercicio de dignidad, la reivindicación de un derecho inalienable de su ser canino, indudablemente definido en el vínculo simbiótico que nos une cotidianamente y desde el que me recuerda que mi actividad laboral, mi ser en el marco de las instituciones biopolíticas de la sociedad humana en la que vivo no puede dejar de reconocer y se encontrará siempre confrontada a su resistencia zoepolítica.
 
Ciertamente, me puedo imponer y me impongo, pero haciéndolo sobre él también me desvelo hasta qué punto el biopoder lo hace sobre mí. Más aún, el propio Vuk vive en primera persona, como todo el simbionte que compartimos piso, bajo las relaciones biopolíticas individualizadoras que le instituyen como "sujeto/súbdito" del mando biopolítico bajo el que vivimos (sus vacunas, sus papeles, sus obligaciones...). Su suerte, empero, es que conserva inalterada esa capacidad para indignarse con la que cada día me recuerda, por lo que le toca, que no se ha de claudicar por aquello que se considera legítimo y se ha de aprender qué repertorio puede ser más eficaz para lograr emanciparse del biopoder que nos regula y oprime. Sólo por eso, me alegro de poder llevarlo a pasear.