dijous, de març 08, 2012

[ es ] Eficacia y repertorio



Un viejo relato obsesiona a la izquierda; es el relato de la Gran Revolución. Según este relato, una movilización social crecientemente organizada, encuadrada bajo una estrategia unitaria de conquista del poder y bajo el mando de una agencia antagonista (de preferencia un partido, aunque también valga un sindicato) logra hacerse con los recursos de poder que consiguen derrotar al neoliberalismo.

Bajo esta perspectiva, Grecia hoy se convierte en una fantasía y —como tal— en un formidable exterior constitutivo al servicio de la política identitaria. Al igual que la Italia de los operaistas, la Euskal Herria de los independentistas y otros ejemplos, Grecia deviene el terreno imaginario que nos permite escapar a la terrible sensación de impotencia a que aboca el relato de la Gran Revolución. Y es que si algo no soportan los partidarios de esta épica es el desolador salto entre las condiciones de poder efectivas bajo cuya opresión viven y la exigencia de cambiar todo de raíz.

Para entendernos: la Gran Revolución es algo así como el cuento de la buena pipa para la izquierda radical; la narrativa neurótica del éxito pretérito que —por ser tal— no se ha de verificar hoy. Su verdad se supone y de ella sólo se requiere que sea lo que es: un axioma. No obstante, para quienes ya hemos tenido que experimentar décadas de retroceso neoliberal, el problema no es, sustantivamente, epistémico ni psicológico, sino político: conseguir modificar las condiciones efectivas de poder bajo las que se implementa el neoliberalismo; y ello de tal suerte que sea posible instaurar una alternativa viable.

¿Cómo abordar entonces el exterior griego? ¿Cómo extraer lecciones útiles de su realidad-otra que no nos aboquen a proyecciones neuróticas de impotencia política? Es preciso invocar el principio de realidad frente a la fantasía; y con él —en política— la dura prueba de la eficacia. Sólo bajo un giro así podrán devenir cambio efectivo los inmensos esfuerzos que requiere hoy la acción colectiva a quienes participan en ella.

En el terreno de lo concreto esto último se ha de traducir en una evaluación realista de los logros políticos de las movilizaciones y éstos, habrá que recordar, no sólo se miden por el éxito de asistencia, sino por lo que se sigue de dichos éxitos que a veces son sólo eso (aunque no sea poco). Y es que las movilizaciones no deberían terminar el día de la manifestación o el día de la huelga. Resulta absolutamente prioritario, si se quiere empezar a cambiar las cosas, ver más allá de cada jornada de acción colectiva, más allá de cada ciclo de luchas, más allá incluso de cada ola de movilizaciones.

Llegados a este punto el debate se reabre de manera productiva: las huelgas —generales y sectoriales— se desmitifican a favor de la huelga metropolitana; el proselitismo partidista cede ante la cooperación entre singularidades irreductibles; la construcción de hegemonías internas se retira ante la confrontación agonística entre iguales, y la de hegemonías externas escapa a la disciplina de negociaciones y pactos entre élites... A resultas de todo ello, la política se redimensiona a una escala en la que la eficacia de la participación se hace asumible a medio plazo, permite producir las instituciones de la autonomía e instaurar, por ende, el régimen político del común (el del 99%). Es eso o persistir en un “contra el PP nos movilizaremos mejor” sin más sentido ni utilidad que la ya conocida: devolver el PSOE al poder con más o menos contrapeso de las izquierdas subalternas (de partido y sindicales).