Una respuesta a Íñigo Errejón y a Pablo Iglesias (Turrión)
(versión 0.1, ligeramente modificada)
A raíz de la sentencia sobre Bildu, Íñigo Errejón publicó una breve nota en su págica Facebook en la que, bajo el indicativo título “No es boxeo, es ajedrez”, apuntaba con buen tino que la decisión del Tribunal Constitucional respondía al éxito de la estrategia abertzale. La clave de este éxito, se nos venía a decir, radicaba en una comprensión compleja del Estado como “un campo de disputa, compuesto por diferentes instituciones y personas, sometido por tanto a tensiones, contradicciones y grietas.” Asimismo, Errejón añadía, justo a continuación, que el Estado “tiene inercias, pero también autonomía”. Autonomía, hemos de presuponer conociendo al autor, del Estado respecto al capital
A la nota de Errejón respondió Pablo Iglesias con un
artículo en Kaos en la red en el que, volviendo a sus orígenes, pero en coherencia con sus desarrollos actuales (léase, si no, su
último artículo en Público), desplegaba un panegírico, más retórico que político, de la capacidad de Lenin para comprender que, en última instancia, es la capacidad de “golpe” (el boxeo) y no la capacidad táctica (el ajedrez) lo que precisa toda estrategia política emancipadora de éxito. Invitado al debate por ambos autores, en lo que sigue me propongo, sin embargo, abordar el tema fuera del falaz dilema boxeo versus ajedrez, apostando por otro tipo de juego: el juego interminable de la democracia absoluta; juego intrínsecamente agonístico, pero autónomo; centrado en la sociedad y su movimiento, pero no en el Estado y su capacidad de dominación.
1. De nuevo cambiar el mundo sin conquistar el poder.
Vayamos por partes, aunque empezando por el final. El problema teórico al que nos aboca el argumento de Iglesias Turrión parte de que no reconoce un axioma implícito: la revolución de 1917 en Rusia es un éxito político indudable, el triunfo de la emancipación colectiva por medio de la política revolucionaria. Esta afirmación (el axioma subyacente en el argumentar del profesor y presentador televisivo madrileño) sólo es válida bajo la premisa que, desde una concepción racional-instrumental (Zweckrational) y estructural-funcionalista del poder político, entiende, a su vez, que la “gran revolución” (Moore, Skocpol y otros) o la “revolución molar” (Guattari, Negri y otros) no sólo fue posible en su día, sino que todavía lo sigue siendo (y además, deseablemente).
Sobre este asunto, no obstante, ya se pronunció con acierto hace algún tiempo John Holloway en su conocido libro
Cambiar el mundo sin tomar el poder. En un
video de Oliver Ressler, este autor nos resumía su argumento de manera concisa en los siguientes términos:
“Si analizamos los hechos acontecidos en el último siglo, los gobiernos revolucionarios de Rusia, China y Cuba, aunque en el caso de Cuba la situación sea un poco más complicada, o si examinamos los gobiernos reformistas o los gobiernos que han llegado al poder gracias a un sistema electoral, podremos comprobar que no sólo constituyen una terrible decepción a escala mundial, sino también una terrible desilusión. No existe constancia de que ningún gobierno de izquierdas haya podido poner en práctica los cambios anhelados por todos aquellos que han luchado por conseguirlos. En la mayoría de los casos, el resultado no ha sido otro que la reproducción de las relaciones de poder, quizás ligeramente modificadas, pero sin dejar de ser relaciones de poder que excluyen al pueblo, reproducen injusticias materiales y promulgan una sociedad que no potencia la autodeterminación.”
¿Qué interés puede tener entonces persistir en una estrategia emancipadora que aboca, inevitablemente a la perpetuación de la dominación bajo alguna forma de dictadura? ¿Podemos seguir debatiendo sobre las premisas axiomáticas del leninismo? El riesgo de argumentar aquí puede desvelar, ciertamente, la configuración identitaria de quien enuncia el discurso, sus mitologías específicas, sus exteriores constitutivos, la genealogía política particular de la que cada quien sea (o se sienta) su resultado histórico concreto (e insistimos en lo de histórico, por pretérito). Pero, a poco que lo pensemos un poco con las armas de la crítica, difícilmente nos podrá servir como un argumento para la intervención política en el mundo actual.
De hecho, hace ya tiempo que la extrema izquierda está dando vueltas en círculo a un falso debate que tiene mucho más de auto-referencialismo identitario que de auténtico debate estratégico. Se trata del debate sobre la conquista de cuotas de poder estatal a cualquier precio y por cualquier vía, preferentemente la más fácil: la electoral. La estrategia seguida por los neotrotskistas franceses y sus sucursales españolas dan buena prueba de ello, pero también la CUP de Barcelona (tan ajena al resto de CUPs) o aquellos sectores pretendidamente autónomos y, en rigor, heterónomos respecto a las externalizaciones de instituciones de la cultura como el Reina Sofía, el CCCB y otros dispositivos de agenciamiento semiocapitalista. Por más que sus sintomatologías varíen, padecen de un común defecto de fábrica.
Esta tendencia a la que nos referimos, que subordina el norte político a la consecución de cuotas de poder estatal (por lo general mal llamado "institucional"), se ha verificado de manera bastante más preocupante y grave en las últimas cohortes de activistas que no han conocido la fase alcista de la ola de movilizaciones altermundialista y se han socializado, básicamente, en la fase de descenso. Entre estas generaciones no es difícil ver cómo han aparecido neo-estalinistas que olvidan demasiado pronto el impulso revolucionario que derrumbó el Muro de Berlín para fijarse de forma que raya lo neurótico, en la revolución de 1917. Tampoco son menos frecuentes los anarquistas insurreccionalistas que en su negatividad sospechosamente dialéctica se encierran en el universo categorial del no-Estado a fin de pervivir en su pesadilla anticarcelaria, antifascista y anti-prácticamente todo aquello que vaya más allá del ghetto. El repliegue identitario de la fase descendente es hoy un hecho innegable... y que dura ya demasiado tiempo.
No es ciertamente el caso de Pablo Iglesias, heredero crítico de un legado tercerointernacionalista y altermundialista de primera hora, pero sí de quienes a buen seguro no leerán sus palabras con la irónica distancia que requieren y que Pablo les imprime. Y es que no son pocos los que persisten en argüir que la vía de la conquista del poder (revolucionaria “molar” o electoral populista) es la única vía válida para acometer el cambio emancipador. Omiten que las revoluciones históricas han acabado en dictaduras… ¡o en democracias liberales si se han realizado contra los regímenes del capitalismo de Estado! En la característica tonalidad emotiva del cinismo liberal, Adam Michnik lo expresaba con acierto cuando afirmaba que el comunismo es la mejor vía para transitar del capitalismo… ¡al capitalismo!
2. El laboratorio latinoamericano en perspectiva
En perspectiva no resulta difícil afirmar hoy que las tesis autónomas de Holloway (pero también las de Negri y las de otras expresiones teóricas de la Autonomía) perdieron fuelle a raíz de los éxitos de la izquierda latinoamericana. La razón es sencilla: sus planteamientos eran (y suelen seguir siendo) excesivamente normativos y muy poco empíricos, algo por demás habitual en las procelosas aguas de la filosofía política. De hecho, hablar del Imperio es una cosa, operacionalizar empíricamente su desarrollo otra bastante más distinta y complicada que puede incluso desvelar los límites heurísticos de la delgada frontera que separa filosofía de ideología.
Sea como sea, frente al desgaste del movimiento altermundialista en el norte desarrollado, esto es, frente al agotamiento del repertorio global de las contracumbres inaugurado en Berlín y hecho célebre en Seattle, buena parte de la izquierda activista —incluida la que se había sentido atraída por las diferentes corrientes de la Autonomía— creyó identificar en la serie de triunfos electorales propios de la fase descendente de la ola de movilizaciones, el horizonte estratégico colectivo de la política de movimiento. Y durante la última década, de hecho, ha sido difícil contradecir las aparentes evidencias de los logros gubernamentales del desarrollismo populista latinoamericano.
Aún así, de un tiempo a esta parte, Chávez, Morales y demás “piratas del Caribe” también nos han ido demostrando las serias limitaciones de los procesos políticos que lideran al verse arrastrados por las inercias de la lógica política que encuentra en el Estado su matriz estratégica. A juzgar por el estado de la cuestión, todavía estamos lejos de poder extraer las lecciones oportunas del laboratorio latinoamericano.
Apuntemos, no obstante y a riesgo de fallar estrepitosamente, una posible salida: recuperar la centralidad de la política del movimiento (de la Autonomía), anclar aquí los argumentos, y evaluar desde este locus de enunciación qué es lo que ha dado de sí la ola de movilizaciones que conduce de la Declaración de la Selva Lacandona (1994) al 15F contra la guerra (2003) y de aquí al presente. En otras palabras: examinar la tendencia y ubicar el horizonte de nuestro análisis, más allá de la ciclicidad de la política del movimiento, en la perspectiva inagotable de la democracia absoluta (no ya de la "democracia democratizada", sino de la "democracia por democratizar"). Bajo esta perspectiva lo interesante de la experiencia latinoamericana es la pérdida de miedo de buena parte las redes de activistas más autónomas (y, por ende, de la parte más crítica y capaz de la Autonomía) a adquirir cuotas de poder estatal (a comprender la complejidad del “campo de disputa” al que se refería Errejón).
En la última década, América Latina ha demostrado que la democracia liberal puede ser un punto de partida si las estrategias emancipadoras se definen en la Autonomía. Para ello claro está, se han de construir las herramientas discursivas que permitan fortalecer una estrategia autónoma en la intrínseca ambivalencia de las situaciones a las que nos aboca la democracia liberal. El riesgo de expropiación, de fractura y desorientación a que pueden inducir los dispositivos semiocapitalistas (museos, centros de investigación, consultorías, etc.) se ha probado sobradamente entre nosotros como las arenas movedizas sobre las que todavía no se ha aprendido a nadar y sobre las que, a mayores movimientos, mayores riesgos de hundimiento. No es cuestión, por tanto, de quedarse quieto o agitarse inútilmente, sino de nadar en arenas movedizas.
3. Ni boxeo, ni ajedrez.
Errejón no falla cuando apunta a la importancia del ajedrez. Pero también acierta Iglesias cuando reconoce la importancia de asestar golpes en la misma medida en que el ajedrez de Errejón no deja de ser un juego cerrado sobre la procedimentalidad liberal. Hace falta el gesto y éste, en el marco de la democracia liberal, siempre es golpe (aunque sea un golpe tan minuciosamente preparado como un jaque, mate o no).
Con todo, el riesgo de no acertar estratégicamente pervive, toda vez que el golpe, cuando opera en una escala molar, cuando se despliega en el marco de la crisis capitalistas como una salida modernizadora para países en vías de desarrollo (que es lo que han sido las grandes revoluciones históricas), siempre facilita las condiciones de posibilidad de la dictadura… y nunca ha faltado quien las aproveche (así, Stalin, sin ir más lejos). Para bien o para mal, con las escasas excepciones de las autocracias leninistas todavía en vigor, ya tenemos globalmente instaurado ese punto de partida que es la democracia liberal.
Por otra parte, en América Latina se ha probado que la tensión a que se exponen quienes conquistan el poder únicamente es contrarrestable desde la afirmación autónoma de una sociedad que dispone de herramientas procedimentales democráticas: así ha sucedido de manera paradigmática en Venezuela, donde los revocatorios o el referéndum de reforma constitucional han probado la resistencia y la capacidad de control social sobre la política de los hombres de Estado.
No es, pues, reduciendo la democracia en la lectura populista de los procesos en curso (como pretendía la tentativa chavista de reforma constitucional que aspiraba a relegar el “pueblo” a un simple poder del Estado), sino más bien en la radicalización democrática de la sociedad y el empoderamiento subsiguiente de la multitud, donde resulta posible anclar una estrategia emancipadora eficaz. Este es el talón de Aquiles donde se han de preparar los golpes que abran la política emancipadora. En el caso de Bildu, conseguir que se pueda votar esa candidatura (quien pueda), abre un nuevo horizonte de luchas para el conjunto del Estado sobre el que conviene reflexionar. A día de hoy, en línea con lo apuntado por Errejón, la izquierda abertzale ha sido capaz de abrir una ventana de oportunidad en el seno del Estado que por vez primera no sólo visibiliza (así Sortu), sino que además, gana, la batalla democratizadora en el vientre mismo del Leviatán.
4. ¿Autonomía del Estado frente al capital o de la sociedad frente al mando?
Un último apunte sobre la “autonomía del Estado”. Al igual que la autonomía de lo político, este es un tema de largo recorrido para la teoría política. A riesgo de no poder entrar en el tema con toda la profundidad que se merece, me gustaría apuntar una idea básica al hilo del debate, que puede resultar cuando menos necesaria a la robustez de mi argumento, a saber: la autonomía de la que se habla es más una “interdependencia” que una autonomía propiamente dicha; una tensión entre dos partes mutuamente constituyentes (capital y violencia) que “Autonomía” en el sentido de norma que una agencia política instituye para sí sus propios procedimientos, valores, etc. Y es que decimos Autonomía como un “nomos” con ilimitada capacidad de auto/re/producción, ya que derivado de la democracia como procedimiento absoluto, esto es, no la democracia como el régimen diseñado por la constitución formal, sino democracia como el juego inagotable de poderes y contrapoderes, antagonista y agonístico, fluido en su desarrollo, incierto en sus resultados, contingente en sus acuerdos decisionales.
Si enfocamos la Autonomía desde una perspectiva “autónoma” (que radica la Autonomía en la sociedad y no en el Estado; o en Estado, capital y sociedad por igual), no resulta difícil comprender que el razonamiento de Íñigo se fundamenta en los pies de barro de un Estado “autónomo” frente al capital. Y es que la Autonomía, entendida como la capacidad de la sociedad para organizarse democráticamente sin Estado y contra el mando capitalista sobre unas bases normativas, organizativas y procedimentales propias (sobre un “nomos” propio), se instituye en el desequilibrio constituyente que pone en marcha el movimiento: la irreductibilidad de la vida al soberano moderno (al Estado).
La autonomía del Estado, por ello mismo, es mucho más relativa de lo que se puede pensar. Analíticamente parece bastante más interesante trabajar la hipótesis de un Estado inscrito en el mando capitalista como un poder coercitivo y disciplinario que, por veces, puede aspirar a constituirse en agencia de la decisión (en poder constituyente), tanto si lo consigue como si no (así la Guardia Civil interviniendo con sus “informes” en la tentativa de ilegalización de Bildu). Y es que, a fin de cuentas, el Estado es más una arena de poderes centralizada en un nodo que interviene como tal en la red imperial, que no el soberano moderno por el que todavía suele ser tomado. Enfocar exclusivamente la definición de una estrategia emancipadora focalizando en el Estado (en la conquista del poder institucional) ya se ha demostrado, como apuntábamos Holloway, un error nada despreciable.
5. El automatismo, o la subsunción en la tecnoestructura imperial del "enemigo" schmittiano.
No es casual, por esto último, que la izquierda persista en sus desatinadas lecturas del Estado y su papel en el proyecto de la globalización neoliberal. Y es que aferrados a la idea de conquistar y operar (una vez conquistado) desde el poder del Estado, estamos dejando de banda un hecho mucho más fundamental en la constitución de la arena global de las luchas sociales: el desplazamiento del espacio decisional del Estado al entramado que configura la tecno-estructura imperial.
Más aún, en tanto que tal, este desplazamiento no se ha operado de acuerdo con la lógica de la agencia política moderna o lógica del sujeto, sino más bien en consonancia con la interiorización del automatismo. En un mundo marcado por la realización plena de la subsunción real del trabajo en el capital, la lucha por la emancipación no se libra (cuando menos no exclusivamente) contra agencias totales de la decisión (a la manera del Estado moderno), sino más bien contra conjuntos de ensamblajes institucionales organizados reticular, pero jerárquicamente en el mando capitalista. Para mayor derrota teórica de los neo-schmittianos y sus derivados, el enemigo no es un afuera del amigo, es un interior complejo y a menudo contradictorio.
Pensar que la decisión escinde ya de manera dicotómica (si es que alguna vez lo ha hecho) comporta ignorar el escenario dinámico y cambiante en que hoy en día se prefiguran las decisiones. Que el Estado sea uno de los últimos entramados en los que se puede vivir la ficción de la decisión soberana tal y como fue enunciada en la modernidad (unilateral, total, centralizada, etc.), no oculta que hoy las cosas son muy distintas y que, por ello mismo, toda estrategia política emancipadora ha de realizarse en el horizonte de la doble lucha por recuperar la política y ejercer en ella las decisiones adecuadas: contra el automatismo por el juego de la democracia absoluta; contra el mando imperial en que se integra el Estado por una estructura federal, horizontal y postmoderna del poder soberano.