dijous, de març 07, 2013

[ es ] Despedida a un príncipe


En estos momentos en que la red bulle de maniqueísmo, me gustaría volver sobre lo escrito e incidir, una vez más, en la necesidad de leer a Chávez en la ruptura constituyente, en el inicio de algo más que en el fin de lo irrepetible. Por suerte, más allá de su singularidad concreta, el futuro nos depara por suerte muchos chávez. Despídase, pues, al hombre, en lo íntimo más que en la calle, en el pudor del recuerdo más que en lo obscenidad del espectáculo. Pero, sobre todo, húyase como de la peste de las hagiografías, del providencialismo apologético, de la fácil mitopoiesis caudillista.



Entiendo que en estos momentos, entre “nosotrxs” (quienes quiera que seamos) y ante “ellos” (quienes a buen seguro son los tertulianos, los todólogos, los mediócratas del mando) y ante tanta mistificación como estamos teniendo que leer, resulta extremadamente útil recordar que, para quienes aspiramos al gobierno del común, al gobierno de la multitud, al gobierno de los demoi, Chávez no ha sido jamás, ni será, un paradigma de lo político. A diferencia de como lo es para los populistas inspirados por Laclau y otros teorizadoros del proceso bolivariano como una vía, que se diría kantianamente, “de universal observancia”, no creo que haya en la obra política de Chávez nada acabado a lo que aspirar, una forma de hacer política otra que sirva como programática para construir un régimen político del común. 

Chávez, el interrogador

Y si esto no es así para América Latina (ni siquiera para procesos en curso abocados a la colisión con sus propios límites), menos lo es para quienes nos encontramos, ante Chávez, frente a la desviación genealógica de un exterior constitutivo que nos interpela acerca de nuestra propia deriva hacia la cleptocracia neoliberal, o si se prefiere, a las más desquiciantes, dolorosas y aterradoras preguntas del ¿cómo fue que llegamos hasta aquí?, ¿en qué momento el proyecto desarrollista acometido desde las décadas franquistas nos abocó a la apología neoliberal de las hipotecas?, ¿dónde la matriz del crecimiento fue fecundada por la maldición nacionalcatólica que ahora nos intenta gobernar y a la que intentamos resistir con todas nuestras fuerzas? 

Al escribir esto no puedo evitar que en mi mente aparezca la pícara sonrisa maquiavélica de Chávez. Y es que, más allá de cómo nos interrogue por aquí, Chávez ha sido para su país un príncipe afortunado, una auténtica rara avis para la izquierda en general; un verdadero príncipe de Maquiavelo, a la par actor de una modernidad, que no se agota en su obra histórica y deviene pieza tan fundamental como afortunada para la historia venezolana. Chávez es, fundamentalmente, alguien que ha hecho posible la escisión. Y por eso las mentes amigas de la ignorancia persisten en estos momentos en envolverlo con un manto de conjurado maqueísmo. Pero también es, a partir de ahí mismo, que Chávez alcanza su propio límite para cualquier otro que no sea él, el límite de su singularidad como princeps (límite, por demás, que muchos otros príncipes, así el paquidermicida heredero del régimen franquista, ni imaginarían alcanzar en sus mucho más dilatadas existencias).



Leída hoy la figura del venezolano desde la sabiduría del maestro florentino, se puede afirmar que su fortuna tanto ha sido más grande que su virtud, que hasta saber ha muerto en el momento que tocaba por más que su paso a mejor vida, humanamente, tanto duela. Suerte esta, la de Venezuela, que bien pudiera, si acaso su virtud no alcanza ahora la exigencia de tamaña fortuna, volverse contra su destino como nación, haciendo contingente la obra del Hugo Chávez Frías, pues sabido es que, en política, nada hay que no se le pueda dar la vuelta. 

La hora de la irreversibilidad

Henos aquí ante una cuestión decisiva que ha sido acertadamente destacada por Jacobo Rivero desde Diagonal: lo irreversible de Chávez más allá de la única irreversibilidad conocida: la de su propia extinción. Y es que no son pocos quienes, precisamente, le han visto como un revolucionario. Y por eso es que se mide exactamente toda revolución: por su irreversibilidad. 

Llega ahora la hora de la verdad del espinoziano absoluto democrático para Venezuela, la hora de descubrir lo conseguido y las limitaciones de lo realmente existente. Como siempre habrá continuidades y discontinuidades. Pero incluso científicos sociales expertos en revoluciones como Charles Tilly, tan poco amigo de Chávez en sus análisis (Democratization, Cambridge University Press, 2007), asumían hace ya un tiempo que en términos de democratización, el empoderamiento del Estado frente al mercado habido estos años tendría efectos muy positivos sobre la democratización a medio y largo plazo. 

Acaso Venezuela no ocupe a partir de este momento tanto espacio mediático (al mando se le ha acabado apenas un demonio, aunque por ventura sus demonios seamos legión). Pero, sin duda es a partir de aquí que comienza la evaluación política de todo un periodo histórico para el país y para quienes, desde aquí, han encontrado por allá un exterior constitutivo. Como quiera que sea, Spinoza mediante, se advierte desde ya que los abusos identitarios siempre producen terribles frustraciones y pasiones tristes. Ánimo, empero, con el duelo y pesimismo de la razón que no entorpezca el optimismo de la voluntad. A Venezuela su kairós y a nosotrxs, por aquí, el nuestro. Con príncipe que nos ayude o nos entorpezca, la multitud, multitud se queda. Y para con Chávez, agradecimiento por el sacrificio rendido a la causa de la comprensión de la soberanía, de la recuperación del horizonte democrático del gobierno de las cosas, de la aspiración al régimen político del común que, con su obra, ha sido más fácil y quien sabe si un día, incluso plenamente posible.