En estos momentos en que la red bulle
de maniqueísmo, me gustaría volver sobre lo escrito e incidir, una
vez más, en la necesidad de leer a Chávez en la ruptura
constituyente, en el inicio de algo más que en el fin de lo
irrepetible. Por suerte, más allá de su singularidad concreta, el
futuro nos depara por suerte muchos chávez. Despídase, pues, al
hombre, en lo íntimo más que en la calle, en el pudor del recuerdo
más que en lo obscenidad del espectáculo. Pero, sobre todo, húyase
como de la peste de las hagiografías, del providencialismo
apologético, de la fácil mitopoiesis caudillista.
Entiendo que en estos momentos, entre
“nosotrxs” (quienes quiera que seamos) y ante “ellos”
(quienes a buen seguro son los tertulianos, los todólogos, los
mediócratas del mando) y ante tanta mistificación como estamos
teniendo que leer, resulta extremadamente útil recordar que, para
quienes aspiramos al gobierno del común, al gobierno de la multitud,
al gobierno de los demoi,
Chávez no ha sido jamás, ni será, un paradigma de lo
político. A diferencia de como lo es para los populistas inspirados
por Laclau y otros teorizadoros del proceso bolivariano como una vía,
que se diría kantianamente, “de universal observancia”, no creo
que haya en la obra política de Chávez nada acabado a lo que
aspirar, una forma de hacer política otra que sirva como
programática para construir un régimen político del común.
Chávez, el interrogador
Y si
esto no es así para América Latina (ni siquiera para procesos en
curso abocados a la colisión con sus propios límites), menos lo es
para quienes nos encontramos, ante Chávez, frente a la desviación
genealógica de un exterior constitutivo que nos interpela acerca de
nuestra propia deriva hacia la cleptocracia neoliberal, o si se
prefiere, a las más desquiciantes, dolorosas y aterradoras preguntas
del ¿cómo fue que llegamos hasta aquí?, ¿en qué momento el
proyecto desarrollista acometido desde las décadas franquistas nos
abocó a la apología neoliberal de las hipotecas?, ¿dónde la
matriz del crecimiento fue fecundada por la maldición
nacionalcatólica que ahora nos intenta gobernar y a la que
intentamos resistir con todas nuestras fuerzas?
Al escribir esto no puedo evitar que
en mi mente aparezca la pícara sonrisa maquiavélica de Chávez. Y es que, más allá de cómo nos
interrogue por aquí, Chávez ha sido para su país un
príncipe afortunado, una auténtica rara avis para la
izquierda en general; un verdadero príncipe de Maquiavelo, a la par actor de
una modernidad, que no se agota en su obra histórica y deviene pieza tan fundamental como afortunada
para la historia venezolana. Chávez es, fundamentalmente, alguien que
ha hecho posible la escisión. Y por eso las mentes amigas de la ignorancia persisten en estos momentos en envolverlo con un manto de conjurado maqueísmo. Pero también es, a partir de ahí mismo, que Chávez
alcanza su propio límite para cualquier otro que no sea él, el límite de su singularidad como princeps (límite, por demás, que muchos otros
príncipes, así el paquidermicida heredero del régimen franquista, ni imaginarían alcanzar en sus mucho más dilatadas
existencias).
Leída hoy la figura del venezolano
desde la sabiduría del maestro florentino, se puede afirmar que su fortuna tanto ha sido
más grande que su virtud, que hasta saber ha muerto en el momento que tocaba por más que su paso a mejor vida, humanamente, tanto duela. Suerte esta, la de Venezuela, que
bien pudiera, si acaso su virtud no alcanza ahora la exigencia de
tamaña fortuna, volverse contra su destino como nación, haciendo contingente la
obra del Hugo Chávez Frías, pues sabido es que, en política, nada hay que no se le pueda dar la vuelta.
La hora de la irreversibilidad
Henos aquí ante una cuestión decisiva que ha sido acertadamente destacada por Jacobo Rivero desde Diagonal: lo irreversible de Chávez más allá de la única irreversibilidad conocida: la de su propia extinción. Y es que no son pocos quienes, precisamente, le han visto como un revolucionario. Y por eso es que se mide exactamente toda revolución: por su irreversibilidad.
Llega ahora la hora de la verdad del espinoziano absoluto democrático para Venezuela, la hora de descubrir lo
conseguido y las limitaciones de lo realmente existente. Como siempre
habrá continuidades y discontinuidades. Pero incluso científicos
sociales expertos en revoluciones como Charles Tilly, tan poco amigo de Chávez en sus
análisis (Democratization, Cambridge University Press, 2007), asumían
hace ya un tiempo que en términos de democratización, el empoderamiento del Estado frente
al mercado habido estos años tendría efectos muy positivos sobre la
democratización a medio y largo plazo.
Acaso Venezuela no ocupe a partir de este momento tanto espacio mediático (al mando se le ha acabado apenas un demonio, aunque por ventura sus demonios seamos legión). Pero, sin duda es a partir de aquí que comienza
la evaluación política de todo un periodo histórico para el país y para
quienes, desde aquí, han encontrado por allá un exterior constitutivo.
Como quiera que sea, Spinoza mediante, se advierte desde ya que los abusos
identitarios siempre producen terribles frustraciones y pasiones
tristes. Ánimo, empero, con el duelo y pesimismo de la razón que no entorpezca el
optimismo de la voluntad. A Venezuela su kairós y a nosotrxs, por aquí, el nuestro. Con príncipe que nos ayude o nos entorpezca, la multitud, multitud se queda. Y para con Chávez, agradecimiento por el sacrificio rendido a la causa de la comprensión de la soberanía, de la recuperación del horizonte democrático del gobierno de las cosas, de la aspiración al régimen político del común que, con su obra, ha sido más fácil y quien sabe si un día, incluso plenamente posible.