En estos tiempos en que la política de movimiento se abre paso subsumiendo en su seno notables y partidos, nuestro léxico se va enriqueciendo a golpe de acción colectiva y desobediencia. Basta con echar una visual a los medios para comprobar que el término «escrache» se ha convertido la catalizador discursivo del momento; el significante cuya sola presencia organiza todo el debate. Con el escrache solo hay dos posiciones posibles: a su favor y, por ende, en pro de la democratización o en contra y, por tanto, en pro de consentir y favorecer la deriva cleptocrática del régimen.
El
escrache es la expresión de una práctica política a la altura de
la ruptura constituyente. Si la desobediencia a los deshaucios
—también puesta en práctica
por la PAH— era hasta cierto
punto defensiva, apremiada por la urgencia de la solidaridad con las
víctimas del régimen; el escrache se sitúa en el horizonte de una
contraofensiva, de una presión política a la altura de una sociedad
que ha comprendido que el régimen aplica un obsceno doble rasero
para los sobres (y quienes los dan) y los deshaucios (y quienes los
padecen). No es de sorprender, pues, que el ataque a los escraches
haya sacado a relucir toda la artillería retórica del mando: desde
las más ramplonas amenazas fascistas a Ada Colau hasta los más
refinados argumentos liberales sobre la defensa de la representación
y la supuesta inadecuación del repertorio a los preceptos normativos
de la democracia liberal (la misma, curiosamente —o
no tanto— que nos ha traído
hasta aquí).
Poco
importa; el hecho es que la política de movimiento se sigue abriendo
camino y el régimen se ve abocado a tensionar al máximo su esfera
pública para poder afrontar el desafío social. Más allá de la
cuestión específica de las hipotecas, la PAH está demostrando ser
el catalizador más importante de la democratización en décadas.
Basta con evaluar algunos elementos destacados de su repertorio para
comprender su éxito: (1) campaña contra los desahucios que abre una
línea de fuga antagonista para el 15M, (2) recurso a la ILP como
forma de abrir brecha en el régimen, (3) puesta en marcha la campaña
de escraches para pasar a la contraofensiva; y last, but not
least, (4) expropiación de edificios como el de Salt (Girona) no
ya solo para hacer efectivo un derecho —reconocido
incluso por la constitución formal—,
sino para producir los comunes que requiere la constitución material
sobre la que poder instaurar una república del 99%.
Mientras
el mando persiste en orquestar su espectáculo, intentando en vano
contener la movilización, la estrategia de la PAH toca hueso y
muestra, por la única vía posible —los
hechos—, como se desarrolla un vector
antagonista hasta hacer implosionar el régimen.
Y aunque este confíe en contener el conflicto en los márgenes del
gobierno representativo y llevar a cabo la doble acomodación
doméstica e internacional del reino a las exigencias de la Troika y
la perpetuación de la lumpenoligarquía, fuera emerge ya la
constitución de los comunes, la república del 99%.
El
mando confía en lograr a medio plazo un doble salto mortal: por una
parte, la catarsis regeneradora del régimen a medio plazo; por otra,
la satisfacción de la troika en lo inmediato. Gracias a los
escraches, impedírselo es cada día más fácil. Por más que las
grietas que hoy se abren en la esfera de la política
institucionalizada en el régimen pueden parecer insuficientes desde
su propia métrica, fuera de él progresa ya una tensión cada vez
más difícil de encauzar.