Aprovechando el relajo estival, me voy leyendo a ratos Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer. El libro, lectura interesante para quien quiera seguir las innumerables pistas genealógicas de la política del movimiento, narra la crónica de la marcha pacifista sobre el Pentágono de 1967 desde el egocéntrico, cuando ya no puramente egótico, punto de vista del autor; nada sospechoso, por demás, de ser considerado como un hombre modesto o humilde.
He aquí un par de muestras de lo que voy leyendo (edición de Anagrama, traducción de Jesús Zulaika) y que me parecen particularmente interesantes y sintomáticas de todo un cambio de paradigma:
He aquí un par de muestras de lo que voy leyendo (edición de Anagrama, traducción de Jesús Zulaika) y que me parecen particularmente interesantes y sintomáticas de todo un cambio de paradigma:
El sectarismo de la extrema izquierda
» Al cabo de los años habían acabado hastiados de discursos, polémicas y programas políticos que invariablemente detallaban la lógica férrea del siguiente paso a dar en algún difícil programa de la Nueva Izquierda. Existencialmente, poco importaba si la lógica venía de un comunista, un trotskista, un marxista disidente, un sindicalista o un simple socialdemócrata. Aunque los ideales de tales oradores diferían tanto como el color de un full en una partida de póquer, existía seguramente una falsa pero ciega confianza en el lamento nasal del orador, que cambiaba las marchas de su laringe para mejor comunicar la eficacia cierta de su programa a los oídos del auditorio. Así, en su peor momento, los oradores comunistas utilizaron tales marchas de la laringe para defender el pacto Moscú-Berlín en 1939. Así los trotskistas habían engranado y desengranado la tesis de la degeneración del Estado obrero -tesis que a Mailer le parecía menos absurda en 1967 que a Sidney Hook en 1947-, pero los trotskistas, como los comunistas, habían estado imbuidos de la inquebrantable lógica del paso siguiente, de forma que habían conseguido aplastar los huesos de su propio movimiento hasta verlos confundidos con los cientos de astillas finales del marxismo norteamericano: minúsculas sectas radicales que contaban cada una con su propio marxistólogo genio y mártir.
(pág. 103)
El giro libertario de la cultura política
» Había surgido una nueva generaciçon de jóvenes norteamericanos, una generación diferente de las cinco generaciones anteriores de la clase media. Y esta nueva generación creía en la tecnología más que cualquiera de las precedentes, pero también creía en el LSD, en las brujas, en el conocimiento tribal, en la orgía, en la revolución. Y no sentía el menor respeto por la lógica inexpugnable "del paso siguiente": su fe se reservaba para el Misterio, para la revelación del happening, en el que nunca se sabía lo que sucedería en el instante siguiente; y eso era lo bueno de su actitud. Su radicalismo estribaba en su odio a la autoridad, que para esta generación encarnaba una manifestación del mal.
(pág. 105)
El carnaval de la multitud
» Se acercaban caminando: un ejército de ciudadanos de todos los tamaños aunque sin formar por estaturas, un ejército de ciudadanos de ambos sexos representados de modo casi paritario, de todas las edades aunque jóvenes en su mayoría. Algunos vestían bien, otros eran de clase humilde; muchos tenían un aspecto convencional, otros muchos no. Había numerosos hippies; se aproximaban por la colina vestidos como las huestes de la Sgt. Pepper's Band, como jeques árabes, con largos gabanes de portero de Park Avenue, al modo de Rogers y de Clark y otros héroes del Oeste como Wyatt Earp, Kit Carson, Daniel Boone y su traje de ante, con grandes mostachos que evocaban a paladines legendarios, como feroces pieles rojas con plumas, uno de ellos disfrazado de Batman y otro de Claude Rains en El hombre invisible (con el rostro totalmente vendado y sombrero de copa)... Un buen número de ellos llevaba capa; gastadas capas de color caqui, utilizadas para dormir como mantas, toallas y macutos improvisados; o capas elegantes, con forro anaranjado o de un luminoso rosa, con los bordes desgarrados, hechos casi jirones, y las hebras al viento, pero con sombreros de mosquetero en la cabeza. Un hippie parecía ir disfrazado de Charles Chaplin; también Buster Keaton y W.C. Fields podrían haber asistido al baile. Había marcianos y selenitas, y un caballero sin caballo que avanzaba con paso majestuoso bajo el peso de la armadura. También había un centenar de hippies con el uniforme gris de los soldados confederados, y tal vez doscientos o trescientos con guerreras azules oscuro de oficiales de la Unión. Sin duda habían elegido sus disfraces en almacenes de saldos, en tiendas de artículos extravagantes, en puestos de baratillo y en cubiles psicodélicos de fruslerías hindúes. Se veían soldados de la Legión Extranjera, jóvenes con saharianas tropicales, con uniformes de sarga y de san Quintín, con camisas y pantalones a rayas de California, con imitaciones inglesas de las chaquetillas Eisenhower, disfraces de pastores turcos, de senadores romanos, de gurús, de samurais con sucios ropones. Era todo un muestrario de indumentarias híbrido entre la historia y los comics, entre la leyenda y la televisión, entre los arquetipos bíblicos y el mundo del cine.
(pág. 111 et passim)