Artículo publicado en el periódico Diagonal, nº230, pág. 29
Comienza el curso bajo un horizonte de mutación acelerada en las formas de hacer política. Cada día más, la política de los partidos y su protagonismo electoral cede paso a la política de los movimientos que irrumpió el 15M y que, desde entonces, no ha dejado de reivindicar el control democrático. El desafío del régimen a las plazas, retándolas a la contienda electoral, ha sido aceptado y, si todo sigue como hasta ahora, se anuncia un verdadero terremoto en la arena institucional.
Tras la reapertura por arriba de Podemos en las europeas, el frente electoral concentra ahora por abajo la mayor parte de las energías movimentistas. La presentación de la iniciativa Guanyem Barcelona ha desencadenado una oleada de municipalismo que recombina las valiosas experiencias precedentes –Marinaleda, CUP, CAV...– con una ola empoderadora de rebelión democrática y ‘hackeo’ de la institucionalidad del gobierno local. A lo largo y ancho de la geografía han comenzado a aparecer procesos inspirados en la candidatura encabezada por Ada Colau. Si bien en la lógica de la descomposición del régimen ni siempre parece que se entienda en qué consiste, ni por descontado falta quién esté dispuesto a parasitar el mérito ajeno.
Nada de esto es casual: por una parte, el ámbito local constituye el terreno más adecuado para la rearticulación de alianzas en la actual fase de quiebra del régimen. Si algún punto de ruptura puede tener el Gobierno representativo, éste es, en términos de cambio de la institucionalidad, el del nivel en que la participación directa, cotidiana y empoderada de la ciudadanía es más fácil.
A nivel local, a mayores, la debilidad de los aparatos centralizados de la partitocracia son más débiles que en ningún otro lugar.
Por otra parte, sin embargo, esta mayor adecuación de lo local al progreso democratizador comporta una mayor dificultad en la comprensión de la mutación en curso de las formas de hacer política. Y es que la política de movimiento no tiene igual potencia ni arraigo en todas las localidades, por lo que acontece que, a menudo, en algunos lugares se está presentando el gato por la liebre. O lo que es lo mismo: la refundación frentista de la unidad de la izquierda en base a las alianzas electorales de partidos por la subsunción de la política de partido en la política de movimiento.
No podía ser de otro modo: la política de partidos ha sido el único marco de referencia y socialización para la inmensa mayoría. Desde que en los albores de la Transición, PCE y PSOE acordasen en la Platajunta el posterior protagonismo constitucional de los partidos, pasaron casi cuatro décadas en las que sucesivas olas de movilizaciones tuvieron que ir fraguando esforzadamente la ruptura subjetiva que hoy se manifiesta por doquier.
Lógicamente, quienes han vivido –y viven– de la política de partido, se resisten a aceptar la envergadura del cambio en curso y apelan de forma constante a la “regeneración” con la que aspiran a salvar los muebles.
No debería sorprender, pues, que las resistencias a adoptar una institucionalidad como la propuesta en estos días por las candidaturas municipalistas sea de tan difícil asimilación para los cuadros militantes de las élites partitocráticas: limitaciones en los salarios, en el número de legislaturas, en la acumulación de cargos... Obligatoriedad de rendir cuentas, de permanecer bajo el control ciudadano... La lista de exigencias no sólo no para de crecer promoviendo la subsunción efectiva, sino que se hace asimismo incompatible con la cultura política del régimen. Guste que no, el tiempo de la subsunción ha llegado. Antes se asuma, antes ganaremos.