Artículo publicado por el quincenal Diagonal, nº 141, 6 de enero de 2011, pág. 35
Tras el drama primero, sigue la farsa y con ésta, el imperio de la razón cínica. Así se nos presenta el panorama actual; como una serie de farsas cuya función no es otra que la de fundamentar la razón cínica que informa el discurso público. La farsa, gracias al cinismo que destila, impide que el drama que estamos viviendo se exprese como tal, condena los sujetos de la explotación a la anomia, cercenando toda posibilidad de protesta, y agota a un tiempo la posibilidad de cambio.
Así, por ejemplo, la farsa de huelga general promovida por los grandes sindicatos impide que se pueda expresar el drama que comporta la supresión de la ayuda de 426 euros a los parados de larga duración. La farsa del estado de alarma decretado contra los controladores bloquea cualquier reivindicación de derechos, como si todo el mundo tuviese una situación laboral envidiable. La farsa de las reducciones del 5% del sueldo de los funcionarios obstruye cualquier expresión de la precariedad juvenil, femenina, migrante y de todas las formas de la explotación nacidas de la externalización. La farsa de la integración de Vivienda en Fomento apaga el drama de un hombre que se ahorca ante el inminente desalojo de su familia por parte de ADIGSA, agencia pública gestionada por… ICV-EUiA! La farsa de las cifras macroeconómicas ciega ante el drama de un hombre que, al verse en la ruina, coge la escopeta y se lleva a cuatro por delante (y la farsa mediática, claro está, lo psicopatologiza a él y a su pueblo, Olot, no sea que se vean otros dramas). La farsa de la negociación colectiva, en fin, impide a los trabajadores buscarse otros cauces de acción y presión sobre el capital.
Pero la difusión de la farsa no se detiene en lo socioeconómico. La farsa de la condena a ETA , por ejemplo, permite no tener que buscar soluciones al drama vasco, a la violación sistemática de los derechos de la izquierda abertzale, a la situación de los presos comenzando por el propio Otegui. La farsa de la protesta contra la sentencia del Estatut, leída exclusivamente en la secuencia causal que ve la victoria de CiU como la salida lógica a la crisis institucional, impide tomarse en serio el derecho a decidir. La farsa de la independencia para mañana mismo, como un Estado de derecho, democrático y social, integrado en la UE, encubre el sectarismo independentista, la fragmentación y pérdida del voto que ha abierto las puertas a CiU. La farsa del regreso al poder de la derecha catalanista y su resurreción (mediáticamente inducida) como el partido bisagra que blindará la gobernanza neoliberal de los próximos años (gobierne con el PSOE o el PP), impide que se explicite el drama de un modelo territorial por cerrar, de un federalismo por construir y de una nueva estructura de la soberanía abortada antes de nacer. La farsa de la restructuración del gobierno encubre hasta lo inimaginable el drama de la claudicación a los mercados de Zapatero y el conjunto de los socialistas. La farsa, dejémoslo aquí, de la refundación de la izquierda, apenas alcanza a encubrir la inoperancia pseudohegemonista del PCE, el oportunismo medioambientalista de Equo, el sectarismo trosklodita de Izquierda Anticapitalista y el regusto por la anomia de buena parte de la Autonomía.
Así las cosas, parece que va siendo hora de empezar a tomarse las cosas en serio y reconocer los dramas cotidianos que nos rodean; en toda su complejidad, asimetría y dificultad. De lo contrario, las serias advertencias electorales de la extrema derecha en Catalunya, la corrupción política por doquier o el populismo ideológico televisivo y neocon tal vez se conviertan en las farsas de una izquierda que volvió a tropezar en sus mismas piedras.