dissabte, d’octubre 10, 2009

[ es ] Democracia y movimientos sociales: una nota sobre el problema procedimental

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Otro mundo es posible, otra forma de hacer política, una izquierda “alternativa”… Si analizamos el discurso de las redes de activistas que sostienen la política del movimiento pronto constataremos su inequívoca voluntad por hacer las cosas de otro modo; un modo, se nos dice, que será más democrático, más participativo o incluso, en las expresiones más enfáticas de este argumento, un modo “verdaderamente” democrático frente a la impostación del discurso liberal. En contraposición al gobierno representativo que se articula por medio de los partidos políticos el discurso de los movimientos sociales suele recurrir a la fórmula “democracia participativa” para identificar el tipo de régimen político ideal con el que sería posible construir ese otro mundo mejor. En la democracia participativa los “movimientos sociales” se convertirían en actores privilegiados en la elaboración, implementación, ejecución y evaluación de las políticas públicas. Un control directo de la ciudadanía se convertiría así en la mejor (cuando no única) garantía de un sistema “realmente” democrático frente a los abusos de los intereses privados sobre el bien común. En los últimos tiempos no ha faltado incluso una reflexión importante sobre el papel institucional de los movimientos, aunque por el momento, el discurso mayoritario y ampliamente hegemónico entre las redes de activistas tiende a disociar institución y movimiento como si únicamente el Estado operase mediante instituciones y el movimiento surgiese y se sostuviese en el tiempo por arte de magia. Para complicar más aún las cosas, el éxito indudable de la política del movimiento en las últimas décadas ha impactado profundamente a los partidos políticos que, en su afán por adaptarse a las nuevas circunstancias, se han aprestado a ejercer de mediadores entre los movimientos y las “instituciones” (léase el Estado o el gobierno representativo). Así, de acuerdo a la lógica de ubicación espacial característica del parlamentarismo (bien poco familiar a la política del movimiento, por cierto), cuanto más a la izquierda más recurrente se hace la apelación al diálogo con los movimientos y a la voluntad de mediación ante las instancias del poder soberano.

CRÍTICA DEL DISCURSO ACTIVISTA Y PRAGMÁTICA DEL MOMENTO

Desafortunadamente, algo falla en el anterior constructo discursivo y los activistas son bien conscientes de ello. En general, la constatación de la inoperancia del discurso se resuelve por medio de pseudosoluciones que únicamente complican más el debate. Así, para las redes autoritarias desarrolladas a partir de la matriz leninista, el problema es la ausencia de estructuras disciplinarias que, a la manera del partido de vanguardia, sean capaces de generar una “dirección” política para las masas oprimidas. Para la redes libertarias, por el contrario, el problema es la voluntad hegemonizadora de las redes autoritarias que de manera recurrente obstruye el libre desarrollo de las luchas emancipatorias. Quien más quien menos intenta agenciarse las expresiones “participativo”, “alternativo” y equivalentes en la convicción de que si el resto de redes procediesen de acuerdo con los pareceres respectivos, el movimiento progresaría sin las trabas de un “enemigo interior”; aquel que se suele identificar con demarcadores discursivos como “reformismo”, “pactismo” y otros semejantes. Lo que falla, sin embargo, nada tiene que ver con la orientación estratégica que se quiere conferir a las prácticas antagonistas constitutivas de la política del movimiento. Para cuando este debate llega las redes activistas ya han caído en su propia trampa. Y es que, en realidad, el problema radica en un momento políticamente anterior y mucho más decisivo que el de las discusiones tácticas y estratégicas, a saber: el momento democrático.

EL MOMENTO DEMOCRÁTICO

Frente al momento estratégico, el momento democrático es un momento constituyente, un momento que en sí mismo resuelve contradicciones discursivas como las apuntadas y al mismo tiempo sienta las bases institucionales del progreso de la política del movimiento. Por ello mismo, el primer problema a resolver por quienes aspiren a salir del bucle discursivo que engendra la prédica de la “democracia participativa” es el de la propia institución de prácticas políticas procedimentalmente democráticas. Por desgracia el estado del activismo actual no se acerca ni de lejos a los mínimos exigibles. De hecho, el salto que hay entre aquello que se predica y lo que después se practica es la mejor hipótesis para comprender la estabilidad de los regímenes políticos en los que vivimos a pesar de su corrupción, los abusos partitocráticos y demás males que con tanto éxito diagnostican y denuncian las redes de activistas. En otras palabras, la falta de credibilidad del discurso “alternativo” hoy estriba en la incapacidad de las redes de activistas para asegurar un conjunto de garantías no ya superior, sino al menos equivalente al de la democracia liberal. Si las redes de activistas aspiran a construir un modelo de democracia alternativo al liberal (más participativo, menos corrompible, más controlable por la ciudadanía, etc.) deberían comenzar por olvidar las disputas estratégicas propias del debate identitario e iniciar un proceso de reflexión (auto)crítico sobre sus propias prácticas políticas, vale decir, sobre los déficits procedimentales e institucionales de su propia política.

DOS MODELOS RIVALES

A efectos de ilustrar lo apuntado hasta aquí, quizá sea de utilidad considerar el contraste entre dos modelos alternativos, el liberal y el activista, desde la óptica de un ciudadano “neutral”. Al proponer esta hipótesis crítica no pretendemos, claro está, que tal ciudadano pueda existir, sino más bien exponer de forma clarificadora los inconvenientes con que se encuentran los activistas a la hora de hacer posible la política del movimiento. Veamos, en primer lugar, el modelo liberal en su forma más acabada: la empresa privada. Imaginemos por un momento el funcionamiento de una entidad bancaria, con su junta de accionistas, sus asambleas y órganos de dirección, sus mecanismos de rendimiento de cuentas, etc. Sin lugar a dudas se trata de una institución guiada por el interés particular, el ánimo de lucro, el beneficio privado y cuantas consideraciones de tipo moral queramos atribuirle, pero desde sus propios parámetros (el individuo, el interés particular, etc) opera sin problemas en el marco procedimental de una democracia liberal, con sus más y sus menos, sin duda, pero con un margen de garantías que hace posible que millones de ciudadanos acepten depositar cuanto tienen en sus manos. Sin estas reglas de juego, forjadas en una larga historia que comienza en el capitalismo mercantil tardomedieval, no sería posible generar la confianza de la que disfrutan instituciones como estas, incluso en momentos de crisis tan aguda como la actual.

Pensemos, ahora, en el modelo activista que pretende generar una sociedad alternativa. Tomemos como referente institucional, en este caso, un colectivo cualquiera. A poco que uno disponga de una experiencia suficiente en la política del movimiento y sea mínimamente honesto habrá de reconocer que los vínculos entre los activistas que hacen funcionar el colectivo se encuentran sobredeterminados por dinámicas afectivas que inciden definitivamente sobre el funcionamiento interno del colectivo y la percepción social que del mismo puede llegar a tener el ciudadano neutral. Frente a la impersonalidad que instituye el modelo institucional liberal (útil sin duda a la abstracción del capital), el modelo institucional activista se acerca más bien al de otras instituciones sociales como son las pandillas de adolescentes, las formas comunitaristas más exacerbadas o las sectas religiosas. No pretendemos decir con ello que la política activista deba ser indiferente a la manera de un banquero con quien le debe dinero. Nos referimos más bien al hecho básico de que la atención personalizada no debe personalizar los procedimientos si lo que se pretende es instituir formas de democracia realmente alternativas a la liberal. A fin de operar políticamente, el ciudadano “neutral” difícilmente puede considerar mejor entrar en un régimen de relaciones personales, tan a menudo marcado por formas de dominación mucho más extremas que la indiferencia del banquero. Al contrario, por más que desee la atención personalizada que el modelo liberal sólo es capaz de brindar en la medida en que resulte coincidente con una clientela, el ciudadano neutral no vacilaría en apoyar cualquier iniciativa que pudiese instituir un régimen alternativo al que le somete a las reglas del juego de la propiedad privada y el mercado.

La impersonalización del procedimiento, por lo tanto, es una de las primeras exigencias a que no se está dando respuesta desde el activismo. Pero no es la única. Junto a ella, por ejemplo, observamos sin gran dificultad como los ritmos del activismo se organizan en una lógica de competición entre singularidades por la hegemonía del movimiento y en detrimento de la atención personalizada. Decía, con razón, Paul Virilio que la velocidad es poder. Conscientes de las ventajas que se derivan de la mayor velocidad, el activismo padece hoy la tiranía de la velocidad, la presión de un permanente “vamos, vamos, vamos” que inhabilita las condiciones de una deliberación efectiva, de una participación equitativa y, por consiguiente, de una decisión plenamente democrática. Las razones de tipo “práctico” se suelen imponer a la observación de una procedimentalidad adecuada al demos o cuerpo social. No es extraño, por ello mismo, verificar en las organizaciones un mismo perfil sociológico característico del líder activista (varón, nacional, de mayor edad, instrucción, poder adquisitivo, etc.). En un ejercicio poco infrecuente de cinismo político, escuchamos a estos líderes quejarse del patriarcalismo, de la escasa participación de las mujeres o los jóvenes, etc. Por el contrario, en el caso de una organización empresarial, la transparencia es total: nadie podría acusar a los banqueros de disponer del perfil sociológico mencionado. Ciertamente, es muy criticable, pero ello no evita la dureza de un hecho institucional mucho más básico: sobre las bases de la obscena práctica empresarial resulta posible establecer vínculos de confianza que no se verán traicionados más adelante.

CONFIANZA, PROCEDIMIENTOS, INSTITUCIONALIZACIÓN

Para hacer bascular la democracia hacia formas alternativas de hacer política es preciso asegurar al ciudadano “neutral” garantías procedimentales como mínimo equivalentes, cuando no superiores, a las que ofrece el marco institucional liberal en vigor. En este sentido, la realidad del funcionamiento organizativo de los colectivos activistas dista mucho de asegurar tales garantías, facilitando con ello la hegemonía liberal. Así las cosas, pocos dudaríamos en escoger llegado el momento, entre el régimen de poder que conlleva vivir inmerso en dinámicas procedimentalmente personalizadas y aquel otro que nos asegura los mínimos impersonalizados del Estado liberal. La construcción de vínculos estables de confianza no depende, pues, de caer bien al ciudadano “neutral”, menos aún de evangelizarlo con nuestra ideología o causa particular. Antes bien, producir las bases institucionales de la política del movimiento pasa hoy por invertir la lógica liberal, personalizando el trato desde el procedimiento impersonal, reconociendo la existencia de un exterior que constituye internamente al activista. La lógica del narcisismo militante que pretende constituir en el interior del otro la propia exterioridad no es sino el fundamento inevitable de la dominación contra la que se erige la política del movimiento. Su práctica política es intrínsecamente cínica y corrompe indefectiblemente todo marco institucional que el activista pueda organizar. No es, en última instancia, más que una forma de hacer política anómica y subalterna del liberalismo, ajena por completo a la simbiosis que puede federar las singularidades. La institucionalización del movimiento no puede escapar a este fundamento normativo. Fuera de él, por desgracia, encontramos las formas anómicas que tan frecuentemente determinan las disfunciones de los colectivos activistas. La confianza de un modelo democrático alternativo al liberal no puede tener su fundamento estrictamente en el vínculo afectivo, en el intercambio de incentivos materiales o en la combinación de estos y aun otros factores que pueden estar articulando en la actualidad las prácticas activistas. Una política capaz de cambiar un mundo tan intrincado como el nuestro, en sociedades tan complejas como aquellas en que vivimos se ha de hacer con ciudadanos que no cabe esperar confieran sus precarias existencias a regímenes de poder procedimental e institucionalmente imprecisos.