dimecres, de març 05, 2008

[ es ] "I would prefer not to"


fotograma de la adaptación cinematográfica de Johnathan Parker

versión 0.2

Herman Melville, conocido por su Moby Dick o la ballena blanca, fue autor también de una curiosa historia titulada Bartleby, el escribano que viene muy al caso de la controvertida decisión rectoral de anular las actividades del SEPC mientras este no acepte reunirse para hablar sobre la pitada a la candidata del Partido Popular, Dolors Nadal. En la obra de Melville, Bartleby es un personaje que a pesar de ser un infatigable trabajador, no accede a obeceder las órdenes de su jefe, las cuales esquiva con su célebre frase "preferiría no tener que".

Por lo inteligente de su trama y planteamiento, esta breve historia ha dado lugar a múltiples lecturas (así, por ejemplo, los ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo en la edición castellana de Pre-Textos). De entre las distintas líneas interpretativas seguramente aquella que nos conduce a la reflexión de aristotélicos orígenes sobre el acto y la potencia es una de las más interesantes; especialmente si nos interesa pensar con un poco de serenidad todo este revuelo provocado por la visita de Dolors Nadal.

Vayamos por partes: por lo que se sabe, los hechos son que algunos estudiantes (no todos del SEPC) decidieron ir a ejercer su derecho a expresar libremente el rechazo a la política del Partido Popular. En el decurso de los acontecimientos, como es propio de una situación de este tipo, se produjeron algunas tensiones, pero por lo que parece en ningún momento se impidió el acto del PP, ni se produjo ninguna acción que cuestionase la integridad de las personas. Antes bien, la propia Dolors Nadal aseguró en televisión que no se había sentido amenazada en ningún momento.

La historia, sin embargo, no se acaba ahí, pues en las universidades de Santiago de Compostela y Complutense de Madrid tuvieron lugar dos situaciones semejantes (rechazos respectivos a la presencia en estas universidades de las candidatas María San Gil y Rosa Díez). En cada caso las expresiones de la protesta estudiantil han sido diferentes, pero las reacciones han sido igualmente duras. Las lecturas mediáticas de estos hechos son tan sorprendentes, que de no estar hechas por medios de comunicación tan poderosos y avaladas por creadores de opinión de tanto peso (piénsese que El País llegó a dedicar incluso un editorial al asunto), uno tendería a pensar que son un puro desvarío o mala propaganda electoral.

Con todo, las cosas son mucho más graves y reflejan un preocupante deterioro de la vida democrática. En primer lugar porque a raíz de lo ocurrido, el rectorado convocó a las asociaciones de estudiantes para hablar del tema y el SEPC, libremente, se negó a ello. Personalmente uno puede pensar que esta sea una decisión tan poco inteligente como facilitar al PP primeras páginas en plena campaña electoral cuando, en última instancia, el independentismo siempre lleva las de perder en un terreno así. Sin embargo, lo que uno no alcanza a entender en términos estrictamente democráticos es como se puede llegar al extremo de suspender las actividades de una asociación legal simplemente por no avenirse a la producción del consenso institucional.

Aquí es donde la posición del SEPC parece inspirarse, aunque sólo en apariencia, del Bartleby de Melville. De hecho, el derecho de reunión, para que pueda ser ejercido libremente ha de comportar la posibilidad de la no-reunión (a la manera en que votar libremente presupone poder abstenerse). Quizás este argumento sea difícil de entender para una cierta comprensión jurídico-positiva del derecho, pero habría de ser evidente a los ojos de la teoría de la democracia, incluso en sus más restrictivas interpretaciones liberales.

Por formular el problema de otra manera: ¿cómo es posible, pues, que no se permita a una asociación legal desarrollar libremente sus actividades (y la de aquellos que participan en ellas) simplemente por no querer reunirse? Sería demasiado fácil atribuir la responsabilidad a un gesto despótico de las autoridades académicas. Y por más que a priori la idea de consultar a los estudiantes parece acertada (aunque no exenta de un riesgo paternalista), el hecho de que en otros lugares se hayan producido situaciones comparables hace que la clave del problema apunte más bien a la existencia de regularidades dignas de atención fuera de la UPF (a esto nos dedicamos, a fin de cuentas, los politólogos con mayor o menor éxito).

Quizás, por ello mismo, antes de tomarnos a la ligera la decisión rectoral, deberíamos comenzar a pensar más a fondo el contexto en que tiene lugar; reflexionar acerca de lo que está ocurriendo en el régimen político español de un tiempo a esta parte. Tal vez deberíamos preguntarnos por las mutaciones de un derecho penal, progresivamente transformado en un modelo punitivo regido por la excepción (por la suspensión de garantías constitucionales tan básicas como las libertades de expresión o reunión). O reflexionar, en fin, sobre la actividad de la Audiencia Nacional, sobre el sumario 18/98, sobre las detenciones del Raval, sobre casos como los de Nùria Pórtulas, sobre tantas y tantas acciones políticas del poder judicial que hacen de éste un actor político capaz de cercenar las bases normativas sobre las que se asientan el procedimiento democrático.

Por lo que se ve, lamentablemente, la cultura política que resulta de la aplicación sistemática de la excepción comienza a superar el conocido ámbito del poder judicial y comienza a instalarse en otros espacios de poder como el de la propia universidad. En la actualidad tiene lugar un preocupante progreso de esta "cultura de la emergencia"; una cultura política particular que hace de la capacidad de decidir sobre la excepción el único fundamento del gobierno (así, para la ocasión, las autoridades académicas) y del derecho a decidir (en este caso del SEPC) la única alternativa que se le puede contraponer. A veces parece que olvidamos hasta qué punto la democracia se sostiene sobre una práctica coherente y cotidiana, muchas veces, micropolítica, pero no por ello menos importante.

Las autoridades académicas deberían intentar el consenso o prescindir de él, pero de ningún modo impedir al SEPC sus actividades si no es por los cauces estrictamente legales. Por ejemplo, interviniendo allí donde el marco discrecional de la política rectoral pueda penalizar al SEPC por no avenirse a consenso. El problema no es que el rectorado actual, democráticamente elegido, no quiera ver reducida su oposición a la mínima expresión, como tampoco que para ello se beneficie de su posición de poder. En todo marco institucional democrático hay y debe haber margen para esto (de lo contrario no habría gobierno de la mayoría, sino de la totalidad). Pero también debe haber límites qque permitan a la minoría devenir mayoría y estos son, ante todo, aquellos de los derechos y libertades fundamentales (entre otros los de opinión y reunión del SEPC).

Con todo, sería deseable que el SEPC no cometiera el error de creerse vanguardia de nada y comenzase a reflexionar seriamente sobre si el modelo de organización y estrategia política que desarrolla desde su creación (y buena parte de sus activistas antes de ella) sirve en algo al movimiento estudiantil o si por el contrario únicamente lo hipoteca en una costosa exigencia de solidaridad para con un repertorio de acción colectiva largo tiempo agotado, a saber: aquel de la organización estudiantil que juega a las hegemonías en los espacios asamblearios, pensando únicamente en declinar la acción colectiva hacia la (re)producción de un ideário ideológicamente trasnochado, estratégicamente inviable y políticamente suicidario.

Cierto que esto mismo se puede decir de la AEP, de Estudiants en Acció y otras organizaciones del movimiento bajo influencia, cuando no bajo la dirección política, de distintas opciones partidistas. Pero como es sabido: mal de muchos, consuelo de tontos. El movimiento estudiantil debería salir de los repertorios de acción colectiva de toda la vida, ya sean estos la típica y aburrida manifestación o la pitada a los de siempre, y de la convicción de que mediante la creación de organizaciones de voluntad hegemonista y partidista se puede llegar a algún lado cuando la única necesidad objetiva hoy de un movimiento fuerte es la afirmación de su autonomía asamblearia, la transparencia de los procedimientos decisionales, la no interferencia de los intereses espúrios de microcarreras políticas en los partidos, la posibilidad de una deliberación no mediada por intereses macroideológicos (se llamen independencia, socialismo o como fuere), etc, etc.

Nos queda, en fin, el consuelo de pensar que quizás sobre la base de experiencias negativas como esta, pueda llegar a pensarse una política de la potencia, a la manera apuntada por Gilles Deleuze en su comentario a Bartleby. El movimiento en defensa de la universidad pública así parece exigirlo; especialmente en vísperas de una importante jornada de movilizaciones.