Artículo publicado por Diagonal, nº 164, 28 de diciembre de 2011
A la hora de explicar los ciclos de movilizaciones, las ciencias sociales recurren –entre otros– a un enfoque que llaman de la estructura de oportunidad política. De acuerdo con sus premisas, los ciclos responden a la ruptura de los equilibrios internos de los regímenes políticos –“oportunidades”–. Si un régimen es unitario en sus posiciones, se dice, el cuerpo social sobre el que se articula no será proclive a la movilización.
Se trata de una vieja lección sobre la que Maquiavelo advertía en su día a Lorenzo de Médici: el cuerpo social –para el florentino, el pueblo– es irreductible al mando; si éste aspira a gobernar deberá considerar siempre la perspectiva que se le impone desde abajo, desde ese 99% siempre proclive a la insurgencia. La premisa subyacente es que todo régimen de poder sobre un cuerpo social es un régimen de dominación: cuando la unidad de su mando falla –como durante las tentativas de desalojo de las plazas–, el régimen entra en crisis y la movilización resulta posible.
No es de sorprender, pues, que tras el 15M el mando precipitase unas elecciones que no sólo han favorecido un cambio de Gobierno, sino que lo han entregado al nuevo ejecutivo en las mejores condiciones de gobernabilidad: la mayoría absoluta. Si a ello se añade el hundimiento del PSOE y, por ende, su debilidad interna y avenencia subsiguiente a los consensos de Estado, ya podemos imaginar el resto.
Pero ¿cuál es el valor real de la alternancia PSOE/PP? En otra coyuntura la mayoría absoluta del PP habría sido un éxito total. Poco o nada en el 20N recuerda, sin embargo, a su antecedente más obvio: la victoria socialista de 1982. Ni el ambiente de euforia colectiva, ni las promesas de un régimen recién instaurado, ni la conjura democrática contra los temidos poderes fácticos...
Quien aún podía vivir en la creencia de que era posible hacer otra política dentro del régimen, tendrá que despertar en el desierto de lo real.
¿Qué es entonces lo que ha cambiado? Ha cambiado, sin duda, el estado de la opinión, la valoración democrática de las instituciones del régimen y un montón de variables más. Pero ha cambiado, sobre todo, algo mucho más decisivo para la definición de las oportunidades: la mutación del mando debida al cambio en la estructura de la soberanía.
El poder soberano de otrora –el Estado nacional– se bastaba para dirigir la economía de un país. En su centro de poder se decidían las políticas públicas que permitían, en el marco de un contexto internacional regido por las relaciones entre Estados, organizar la sociedad en su conjunto. En las últimas décadas esto ha cambiado de forma irreversible.
El éxito en la implementación del neoliberalismo ha llevado al Estado nacional a su límite, sustrayendo su capacidad de decisión, su soberanía en el sentido moderno de la palabra. Hoy nos encontramos con los efectos del doble desplazamiento operado, por un lado, hacia afuera, del Estado al mercado y, por otro, hacia arriba, del Estado a las instituciones supraestatales.
La UE, entramado de acuerdos federalizantes pactados entre Estados nacionales, no supo hace unos años superar los efectos de su neoliberalismo por medio de un proceso constituyente –el referéndum sobre el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa– y el dinosaurio eurocrático implosiona. La utopía neoliberal de la reducción al mínimo del gobierno, la privatización de lo público y la realización del mando exclusivo de los mercados avanza, así, otro paso de la mano de los Gobiernos de la derecha europea.
Las implicaciones de todos estos cambios son de la mayor importancia para la configuración de la oportunidad y el futuro del movimiento. El mando ya no se configura sólo ni principalmente a nivel estatal y, por veces, no dispone siquiera de capacidad para elegir sus propias élites dirigentes –así, Grecia e Italia–. Pero es que, además, tampoco se configura únicamente en las arenas institucionales supraestatales de la gobernanza global.
Política del antagonismo
En esto también el escenario ha cambiado respecto a la ola altermundialista. Hoy en día son los automatismos del capitalismo financiero, sus agencias de calificación de la deuda, su tecnocracia, el lugar donde se prefigura el marco de decisión, donde se organiza el mando en que se integra, obediente, el Estado nacional. Aquí es donde se conforma, en rigor, la estructura de oportunidad hoy y donde, por tanto, se ha de incidir para que avance el movimiento.
Llegados a este punto, la política puede abandonar el terreno del régimen en vigor y desplazarse a otra arena: la del poder constituyente, vale decir, la del antagonismo entre un mando al servicio de los mercados y el cuerpo social que produce la riqueza. En el cálculo del primero se confía el futuro a la ausencia de una oposición parlamentaria que pueda llegar a cuestionar su poder. El mando asume que el marco constitucional reformado a los efectos será suficiente para gestionar la crisis de acuerdo con la conocida doctrina del shock. Bajo esta perspectiva, la autonomía deja de ser la opción de un sector radical y se convierte en un imperativo para quienes han tomado las plazas desde el 15M. Quien hasta ahora podía vivir en la creencia –institucionalmente inducida– de que era posible hacer otra política dentro del régimen tendrá que despertar en el desierto de lo real del izquierdismo fácil o bien entregarse a las pasiones tristes y regresar al mantra del manifestarse no vale de nada.
Lujo al alcance
Para quien disponga de medios materiales para afrontar la crisis, esto último hasta puede ser un lujo al alcance. A ello confían sus estrategias las izquierdas parlamentaria y sindical. La primera porque en su profundo autismo no ha entendido el 15M y confunde unos pocos escaños con un aval a su trabajo. La segunda porque sólo cuenta con movilizar la calle bajo su hegemonía en el medio plazo y a la espera de la vuelta al poder de un Gobierno afín. Ambas organizan sus estrategias en la impotencia de su derrota histórica confiándose a los restos del naufragio welfarista.
Para quien no dispone de tales medios, sin embargo, se abre un doble horizonte diametralmente diferente: a un lado, el riesgo de interiorizar la crisis de manera autodestructiva –depresiones, suicidios, etc.–; al otro, proyectarse en el movimiento buscando la cooperación, la solidaridad, la simbiosis. Parafraseando el apotegma del ‘77 italiano: “La fase expresiva del movimiento ha finalizado, hemos ganado”. A partir de aquí el movimiento ha de formularse, más allá del momento destituyente –“no nos representan”–, en la instauración del régimen político del común.
A tal fin no sólo es preciso profundizar en la producción de instituciones del movimiento –colectivos, medios de contrainformación, cooperativas, etc.–, sino avanzar igualmente en su articulación dentro de un régimen de poder alternativo al existente. Cualquier otra cosa nos aboca al más de lo mismo y a cerrar la estructura de oportunidad abierta por el 15M.