Artículo publicado por el quincenal Diagonal, nº 143
Los pactos están para ser cumplidos. La reforma impuesta por el PSOE al servicio de los mercados y avalada por CC OO y UGT es la penúltima vuelta de tuerca neoliberal a nuestro maltrecho bienestar. La cosa viene de largo, de muy largo; de principios de los ‘80, como poco. Y a juzgar por cómo van las cosas no parece que vaya a cambiar en lo inmediato: el consenso pergeñado por el Ejecutivo –y cuestionado más de palabra que de obra por la izquierda parlamentaria– arriesga las frágiles resistencias que se han venido fraguando desde el verano.
¿Cómo es posible que tras los recortes se cuele ahora una reforma de las pensiones que nos devuelve a la prehistoria del bienestar? Hasta hace no mucho parecía que la batalla de las pensiones estaba llamada a relanzar el movimiento. El éxito relativo del 29 de septiembre reforzaba esta idea. ¿Cómo es posible entonces que, en apenas unas semanas, CC OO y UGT hayan vuelto a conchabarse con el Gobierno?
No es difícil encontrar razones de tipo estructural en el cambio del aparato productivo: la fragmentación de los centros de trabajo (la extinción de las grandes fábricas y otros espacios disciplinarios), el aislamiento de las figuras del trabajo precario (trabajadores encerrados en sus nichos conectados a la producción por el cable telefónico), etc. Tampoco resulta complicado observar cómo ha operado desde principios de los años ‘80 la hábil implementación transgeneracional del proyecto neoliberal. Atento a incrementar el nivel de precariedad por medio del salto de una generación a otra, el mando capitalista ha conseguido que las generaciones más jóvenes acaben aceptando como promesas lo que otrora fueron logros. De esta suerte se impide al trabajo crear su propia memoria y se rompe con ello la continuidad necesaria a la política del movimiento.
Gracias a la implementación transgeneracional del neoliberalismo, el mando ha conseguido incrementar de forma lenta, pero inexorable la agresividad y competitividad de las relaciones intralaborales. Por si fuera poco, mediante la significación y enfatización de las diferencias internas en el trabajo, el mando ha logrado convertir las distancias que separan la precariedad de la seguridad laboral en la auténtica divisoria entre hegemonía y subalternidad.
La jugada de estos últimos meses se ha basado en un doble movimiento táctico: por una parte, la maquinaria emocional capitalista (xenófoba, sexista, etc.) ha incentivado, cual zanahoria, a las formas más seguras del trabajo; por la otra, la amenaza de precarización (la reforma de la función pública) ha hecho las veces de palo que ha azuzado el trabajo seguro hacia la omertá sindical. De esta guisa, un pacto asimétrico, oportunista y basado en el miedo a perder lo poco que se tiene sella, silencia y pone en marcha el consenso de los mal llamados agentes sociales necesario a la reforma de las pensiones.
Por si todo ello fuera poco, la jugada se cierra con los consabidos y habituales incentivos selectivos al sindicalismo pactista que refuerzan el marco hegemónico a la par que bloquean la crisis del modelo sindical. No obstante, un último factor parece cerrar de manera sospechosa y problemática el éxito de la estrategia del mando que implica a Gobierno, patronal y sindicatos: la ausencia de un vaso comunicante para el descontento social. A pesar de los loables esfuerzos del sindicalismo libertario, nacionalista y alternativo por ofrecer una resistencia, algo falla. El incremento de las expresiones de anomia (así, el ataque al consejero murciano, Pedro A. Cruz) apunta a la necesidad de repensar discursos, tácticas y formas de acción colectiva más allá de los ámbitos que actualmente implican al sindicalismo. La ausencia del estudiantado, por ejemplo, demuestra hasta que punto el sindicalismo no oficial llega tarde a la organización del trabajo.