diumenge, d’octubre 11, 2009

[ es ] ¿Movimientos sociales o multitud? Nota para una teoría de la agencia

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El concepto multitud, rescatado recientemente de la historia de la Teoría Política por el post-operaismo de Negri, Virno y otros, guarda una sospechosa equivalencia discursiva con otro concepto anterior a él y que se puso en boga en los años ochenta, a saber: los movimientos sociales. Hágase la prueba: remplácese movimientos sociales por multitud y se comprobará sin dificultad hasta qué punto pueden llegar a operar como sinónimos. Con todo, esta equivalencia es analíticamente equívoca y teóricamente carece de validez. Y es que mientras que "multitud" es un concepto útil a la definición de un cuerpo político o demos, "movimientos sociales" es un concepto trampa en el que se traman, especialmente desde los enfoques neo- y post-marxistas, los sinsentidos de la ausencia de una teoría de la agencia. En lo que sigue intentaremos apuntar algunos argumentos para desvelar las dificultades que se siguen de este entramado. Vayamos por partes.

Los "nuevos" movimientos sociales y el tránsito al postfordismo

En el momento de la crisis final del paradigma organizativo leninista, correlato de la transición al postfordismo, los movimientos sociales se presentaron con fuerza, especialmente en la República Federal de Alemania, como innovadoras agencias del cambio social. Aunque buena parte de la intelectualidad neomarxista de los sesenta y setenta recibió esta irrupción con reticencia y desconfianza, pasada la sorpresa inicial de la irrupción de los movimientos sociales, éstos fueron rápidamente reconocidos como "nueva" agencia de cambio social, siempre a cambio, claro está, de una posición de subalternidad respecto al "verdadero" movimiento protagónico de la emancipación social: el movimiento obrero.

La novedad de los movimientos sociales, sin embargo, no era tan novedosa como se decía. Estudiantes, mujeres, minorías nacionales, etc. habían forjado movimientos sociales desde mucho antes (y no sólo desde los sesenta, como también se suele presentar). Por más que el punto de vista subjetivo de los intelectuales (masculino, nacional, provecto, etc.) "descubriese" en los ochenta y noventa el complejo entramado de singularidades constitutivas del cuerpo social más allá de su fetiche social (el obrero industrial del fordismo), resulta innegable que la centralidad de la subjetividad obrera no respondía a la realidad del conjunto de luchas sociales capaces de cuestionar el modo de mando. La paradoja obrerista, en este sentido, consiste en que sólo por medio de la derrota del leninismo (vale decir de toda estrategia basada en la reductio ad unum) se hizo posible la visibilización de una multiplicidad de subjetividades antagonistas. No es de sorprender, por ello mismo, que el concepto de multitud sólo alcanzase a ser recuperado una vez transcurrido el tiempo de reflexión teórica necesario a la evaluación heurística de los enfoques obreristas.

Del estructuralismo al postestructuralismo: el problema de la agencia

En su enunciado más extremo, el estructuralismo prescindía directamente de la posibilidad de una agencia. Así, una de las figuras más emblemáticas del estructuralismo, Louis Althusser, podía llegar a afirmar que nuestra condición no era otra que la de "meros portadores de estructuras". A finales de los años setenta, sin embargo, el estructuralismo entra en bancarrota. Como el propio Althusser reconocerá: "algo se ha roto"... y el estructuralismo formaba parte de ello. Los años siguientes serán los años de la contrarrevolución neoliberal en no menor medida que los del éxito de una teoría de la agencia fundada en el individualismo metodológico y la teoría de la elección racional. A día de hoy sigue siendo uno de los grandes pilares de la hegemonía ideológica neoliberal.

La respuesta a este desafío sólo llegará en los años noventa de la mano de los estudios culturales y las innovaciones teóricas de las singularidades excéntricas al movimiento obrero (queer, postcoloniales, etc.). De Althusser a Judith Butler, pasando por Foucault, Derrida y otros, el estructuralismo había iniciado su propia deconstrucción, por demás, todavía incompleta e insuficiente. Entre tanto, otros enfoques de inspiración estructuralista, pero ligados a las subjetividades clásicas del movimiento obrero, permanecieron indiferentes a la exigencia discursiva de enunciar una teoría de la agencia, considerando a la par que el partido político resuelve las exigencias teóricas de la agencia y la organización. El caso más notable, seguramente por ser aquel que con más rigor científico ha abordado las transformaciones de la economía política contemporánea, es el de la teoría del sistema-mundo.

El problema, empero, subsiste y a día de hoy, el postestructuralismo sigue evitando confrontarse de lleno con la teoría de la agencia, escudándose sintomáticamente en la noción de multitud a fin de no resolver los problemas teóricos intrínsecos a la procedimentalidad democrática de un demos múltiple (y de la pérdida subsiguiente de centralidad de las antiguas figuras de clase). A pesar de los esfuerzos apuntados en esta dirección por los trabajos de autores como Paolo Virno y Maurizio Lazzarato, el lastre permanece y es que el propio desarrollo de la teoría de la agencia probablemente contradice las posiciones de poder de aquellas subjetividades que se espera acometiesen la ardua tarea de su enunciado. Ello nos conduce a la urgencia de pensar la política del movimiento.

¿Movimiento o movimientos sociales?

En una reflexión sobre el movimiento, el filósofo Giorgio Agamben exponía el problema en los siguientes términos:

Mis reflexiones vienen de un malestar y siguen una serie de preguntas que me he hecho durante un encuentro con Toni, Casarini, etc., en Venecia, hace algún tiempo. Un término retornaba continuamente en este encuentro: movimiento. Ésta es una palabra con una larga historia en nuestra tradición, y parece ser la más recurrente en las intervenciones de Toni. También en su libro esta palabra emerge estratégicamente cada vez que la multitud requiere una definición, por ejemplo cuando el concepto de multitud necesita ser separado de la falsa alternativa entre soberanía y anarquía. Mi malestar proviene del hecho de que por primera vez me he dado cuenta de que esta palabra nunca fue definida por aquellos que la usaron. Yo mismo puedo no haberla definido. En el pasado usé como una regla implícita de mi práctica de pensamiento la formula "cuando el movimiento está ahí, pretende que no está, y cuando no está allí, pretende que está"

Tal y como se nos presenta, el movimiento más parece una entelequia de la mística castellana que no un concepto político. Para acabar de complicar el debate, el concepto de movimiento en singular se relaciona de manera equívoca con su plural, los movimientos sociales. Y es que no toda la política de los denominados "movimientos sociales" (nuevos o no) es política de movimiento. Desde un punto de vista analítico, la razón de ello consiste en que no todos los llamados movimientos sociales disponen de la autonomía propia de la fenomenología del movimiento. Desde un punto de vista teórico, la explicación se encuentra en las diferentes matrices ideológicas desde las que se enuncian los conceptos "movimiento" y "movimientos sociales". Mientras que el primero puede encontrar su genealogía particular en el post-operaismo, los segundos son fruto de distintos enfoques liberales.

En efecto, cuando uno analiza la obra de los post-operaistas comprueba sin dificultad que ambos conceptos operan en dos órdenes diferentes: el primero en el del antagonismo, el segundo en el de la fenomenología de éste. No pocas veces ello induce a errores importantes. Por su parte, los enfoques liberales suelen obviar la política de movimiento como tal, negando al movimiento el estatus político de una agencia completa (en el mejor de los casos forman un complemento necesario al buen funcionamiento del gobierno representativo y la democracia liberal), a la par que tienden a confundir movimientos sociales con los procesos de movilización política y redes sociales sobre las que se sostienen.

La política del movimiento, sin embargo, se ha de formular en una tensión irresoluble entre el poder soberano en su acepción clásica (la decisión instanciada por ese Uno que es el príncipe moderno) y un demos intrínsecamente plural (y pluralizante) como es la multitud. Este problema, justamente identificado por Negri, sigue pendiente no obstante de un desarrollo en la teoría de la agencia que difícilmente podrá tener lugar en los términos políticos (teóricos y prácticos) en que opera el post-operaismo actual. Algo de ello parece intuir John Holloway en su obra Como cambiar el mundo sin tomar el poder al abordar los límites del pensamiento foucaultiano en relación a la agencia. Sin embargo, parapetado de la dialéctica negativa, el zapatista irlandés nos deja finalmente in albis. Su coherencia marxista, en este sentido, le hace heredero de un viejo problema teórico marxiano, a saber: la necesidad de concretar institucionalmente el comunismo.

El problema de la organización de la política del movimiento.

Henos aquí al fin frente al problema de fondo: articular de manera congruente las teorías de la agencia y la organización partiendo de la política del movimiento. O lo que es lo mismo: producir una ciencia de lo político capaz de enunciar los fundamentos de la autonomía democrática más allá de los diagnósticos de la crítica de la economía política y la denuncia del carácter burgués de la democracia liberal. Los tiempos de la denuncia social se han terminado (como decía el apotegma del 77: "la rivoluzione è finita, abbiamo vinto". A nadie puede escapar hoy la evidencia de la explotación ni su relación con el desarrollo del sistema capitalista.

La cuestión, sin embargo, no estriba en la denuncia de los males (evidentes) del capitalismo. Al contrario, el problema realmente relevante radica en alcanzar a articular una alternativa institucionalmente viable o, si se prefiere, en la definición del régimen político de la emancipación (la forma política del régimen del comunismo que Marx no llegó a escribir y que, por ello mismo, Lenin podría declinar tan confortablemente en la dictadura del Partido).

Por desgracia, nos encontramos lejos de encontrar soluciones practicables (a ello nos referíamos en la anterior nota de este mismo blog). A día de hoy, la "industria intelectual de la denuncia" pesa en exceso dentro de los esquemas culturales del movimiento, impidiendo con ello la resolución del problema teórico que plantea la organización de la política del movimiento. La explicación de este lastre sin duda se encuentra en la propia sociología política de lo que otrora se denominaba "intelectual orgánico" (su posición en cierto modo relativamente privilegiada en las estructuras patriarcales, de clase, nacionales, etc.) y su posible superación en la emergencia del cognitariado como figura epistémica de la multitud postfordista.

A modo de cierre conclusivo

A la espera de poder desarrollar más en detalle estas reflexiones dejamos apuntadas las siguientes consideraciones conceptuales:
  • La multitud es un concepto útil a la definición del cuerpo político. En contraposición a la idea de Pueblo (la multitud ordenada por el príncipe moderno), la multitud responde a las exigencias teóricas de formulación de un demos múltiple. Más allá del pluralismo ónticamente limitado de la democracia liberal, la multitud ofrece un horizonte válido a un demos proliferante, complejo y dinámico, constitucionalmente no reificable.
  • El movimiento es un concepto útil a la teoría de la agencia como variable independiente asociada a la emancipación. Frente al determinismo estructuralista de la crítica marxiana de la economía política y a la limitación reificadora de la politología liberal, el movimiento reabre el horizonte ontológico de lo político a la democracia absoluta. La política del movimiento se puede formular entonces como búsqueda inacabada de la fundamentación teórica del régimen político de la emancipación.
  • Los llamados "movimientos sociales", en rigor, no serían sino procesos concretos de movilización social fruto de las contradicciones sistémicas, agregados de campañas sostenidos en redes de activistas que forman parte del cuerpo social y del que no pueden ser deslindables sin abandonar por ello mismo la propia política del movimiento. Toda tentativa de "hegemonizar", "coordinar" o de algún modo instituir un modo de mando sobre la base de los movimientos sociales está por ello mismo abocada al fracaso en tanto que política del movimiento. En las antípodas de la verticalidad del Partido, la política del movimiento opera en la horizontalidad de la cooperación federativa de las singularidades. Allí donde la política del movimiento progrese, el principio federal habrá resuelto la teoría de la organización.

dissabte, d’octubre 10, 2009

[ es ] Democracia y movimientos sociales: una nota sobre el problema procedimental

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Otro mundo es posible, otra forma de hacer política, una izquierda “alternativa”… Si analizamos el discurso de las redes de activistas que sostienen la política del movimiento pronto constataremos su inequívoca voluntad por hacer las cosas de otro modo; un modo, se nos dice, que será más democrático, más participativo o incluso, en las expresiones más enfáticas de este argumento, un modo “verdaderamente” democrático frente a la impostación del discurso liberal. En contraposición al gobierno representativo que se articula por medio de los partidos políticos el discurso de los movimientos sociales suele recurrir a la fórmula “democracia participativa” para identificar el tipo de régimen político ideal con el que sería posible construir ese otro mundo mejor. En la democracia participativa los “movimientos sociales” se convertirían en actores privilegiados en la elaboración, implementación, ejecución y evaluación de las políticas públicas. Un control directo de la ciudadanía se convertiría así en la mejor (cuando no única) garantía de un sistema “realmente” democrático frente a los abusos de los intereses privados sobre el bien común. En los últimos tiempos no ha faltado incluso una reflexión importante sobre el papel institucional de los movimientos, aunque por el momento, el discurso mayoritario y ampliamente hegemónico entre las redes de activistas tiende a disociar institución y movimiento como si únicamente el Estado operase mediante instituciones y el movimiento surgiese y se sostuviese en el tiempo por arte de magia. Para complicar más aún las cosas, el éxito indudable de la política del movimiento en las últimas décadas ha impactado profundamente a los partidos políticos que, en su afán por adaptarse a las nuevas circunstancias, se han aprestado a ejercer de mediadores entre los movimientos y las “instituciones” (léase el Estado o el gobierno representativo). Así, de acuerdo a la lógica de ubicación espacial característica del parlamentarismo (bien poco familiar a la política del movimiento, por cierto), cuanto más a la izquierda más recurrente se hace la apelación al diálogo con los movimientos y a la voluntad de mediación ante las instancias del poder soberano.

CRÍTICA DEL DISCURSO ACTIVISTA Y PRAGMÁTICA DEL MOMENTO

Desafortunadamente, algo falla en el anterior constructo discursivo y los activistas son bien conscientes de ello. En general, la constatación de la inoperancia del discurso se resuelve por medio de pseudosoluciones que únicamente complican más el debate. Así, para las redes autoritarias desarrolladas a partir de la matriz leninista, el problema es la ausencia de estructuras disciplinarias que, a la manera del partido de vanguardia, sean capaces de generar una “dirección” política para las masas oprimidas. Para la redes libertarias, por el contrario, el problema es la voluntad hegemonizadora de las redes autoritarias que de manera recurrente obstruye el libre desarrollo de las luchas emancipatorias. Quien más quien menos intenta agenciarse las expresiones “participativo”, “alternativo” y equivalentes en la convicción de que si el resto de redes procediesen de acuerdo con los pareceres respectivos, el movimiento progresaría sin las trabas de un “enemigo interior”; aquel que se suele identificar con demarcadores discursivos como “reformismo”, “pactismo” y otros semejantes. Lo que falla, sin embargo, nada tiene que ver con la orientación estratégica que se quiere conferir a las prácticas antagonistas constitutivas de la política del movimiento. Para cuando este debate llega las redes activistas ya han caído en su propia trampa. Y es que, en realidad, el problema radica en un momento políticamente anterior y mucho más decisivo que el de las discusiones tácticas y estratégicas, a saber: el momento democrático.

EL MOMENTO DEMOCRÁTICO

Frente al momento estratégico, el momento democrático es un momento constituyente, un momento que en sí mismo resuelve contradicciones discursivas como las apuntadas y al mismo tiempo sienta las bases institucionales del progreso de la política del movimiento. Por ello mismo, el primer problema a resolver por quienes aspiren a salir del bucle discursivo que engendra la prédica de la “democracia participativa” es el de la propia institución de prácticas políticas procedimentalmente democráticas. Por desgracia el estado del activismo actual no se acerca ni de lejos a los mínimos exigibles. De hecho, el salto que hay entre aquello que se predica y lo que después se practica es la mejor hipótesis para comprender la estabilidad de los regímenes políticos en los que vivimos a pesar de su corrupción, los abusos partitocráticos y demás males que con tanto éxito diagnostican y denuncian las redes de activistas. En otras palabras, la falta de credibilidad del discurso “alternativo” hoy estriba en la incapacidad de las redes de activistas para asegurar un conjunto de garantías no ya superior, sino al menos equivalente al de la democracia liberal. Si las redes de activistas aspiran a construir un modelo de democracia alternativo al liberal (más participativo, menos corrompible, más controlable por la ciudadanía, etc.) deberían comenzar por olvidar las disputas estratégicas propias del debate identitario e iniciar un proceso de reflexión (auto)crítico sobre sus propias prácticas políticas, vale decir, sobre los déficits procedimentales e institucionales de su propia política.

DOS MODELOS RIVALES

A efectos de ilustrar lo apuntado hasta aquí, quizá sea de utilidad considerar el contraste entre dos modelos alternativos, el liberal y el activista, desde la óptica de un ciudadano “neutral”. Al proponer esta hipótesis crítica no pretendemos, claro está, que tal ciudadano pueda existir, sino más bien exponer de forma clarificadora los inconvenientes con que se encuentran los activistas a la hora de hacer posible la política del movimiento. Veamos, en primer lugar, el modelo liberal en su forma más acabada: la empresa privada. Imaginemos por un momento el funcionamiento de una entidad bancaria, con su junta de accionistas, sus asambleas y órganos de dirección, sus mecanismos de rendimiento de cuentas, etc. Sin lugar a dudas se trata de una institución guiada por el interés particular, el ánimo de lucro, el beneficio privado y cuantas consideraciones de tipo moral queramos atribuirle, pero desde sus propios parámetros (el individuo, el interés particular, etc) opera sin problemas en el marco procedimental de una democracia liberal, con sus más y sus menos, sin duda, pero con un margen de garantías que hace posible que millones de ciudadanos acepten depositar cuanto tienen en sus manos. Sin estas reglas de juego, forjadas en una larga historia que comienza en el capitalismo mercantil tardomedieval, no sería posible generar la confianza de la que disfrutan instituciones como estas, incluso en momentos de crisis tan aguda como la actual.

Pensemos, ahora, en el modelo activista que pretende generar una sociedad alternativa. Tomemos como referente institucional, en este caso, un colectivo cualquiera. A poco que uno disponga de una experiencia suficiente en la política del movimiento y sea mínimamente honesto habrá de reconocer que los vínculos entre los activistas que hacen funcionar el colectivo se encuentran sobredeterminados por dinámicas afectivas que inciden definitivamente sobre el funcionamiento interno del colectivo y la percepción social que del mismo puede llegar a tener el ciudadano neutral. Frente a la impersonalidad que instituye el modelo institucional liberal (útil sin duda a la abstracción del capital), el modelo institucional activista se acerca más bien al de otras instituciones sociales como son las pandillas de adolescentes, las formas comunitaristas más exacerbadas o las sectas religiosas. No pretendemos decir con ello que la política activista deba ser indiferente a la manera de un banquero con quien le debe dinero. Nos referimos más bien al hecho básico de que la atención personalizada no debe personalizar los procedimientos si lo que se pretende es instituir formas de democracia realmente alternativas a la liberal. A fin de operar políticamente, el ciudadano “neutral” difícilmente puede considerar mejor entrar en un régimen de relaciones personales, tan a menudo marcado por formas de dominación mucho más extremas que la indiferencia del banquero. Al contrario, por más que desee la atención personalizada que el modelo liberal sólo es capaz de brindar en la medida en que resulte coincidente con una clientela, el ciudadano neutral no vacilaría en apoyar cualquier iniciativa que pudiese instituir un régimen alternativo al que le somete a las reglas del juego de la propiedad privada y el mercado.

La impersonalización del procedimiento, por lo tanto, es una de las primeras exigencias a que no se está dando respuesta desde el activismo. Pero no es la única. Junto a ella, por ejemplo, observamos sin gran dificultad como los ritmos del activismo se organizan en una lógica de competición entre singularidades por la hegemonía del movimiento y en detrimento de la atención personalizada. Decía, con razón, Paul Virilio que la velocidad es poder. Conscientes de las ventajas que se derivan de la mayor velocidad, el activismo padece hoy la tiranía de la velocidad, la presión de un permanente “vamos, vamos, vamos” que inhabilita las condiciones de una deliberación efectiva, de una participación equitativa y, por consiguiente, de una decisión plenamente democrática. Las razones de tipo “práctico” se suelen imponer a la observación de una procedimentalidad adecuada al demos o cuerpo social. No es extraño, por ello mismo, verificar en las organizaciones un mismo perfil sociológico característico del líder activista (varón, nacional, de mayor edad, instrucción, poder adquisitivo, etc.). En un ejercicio poco infrecuente de cinismo político, escuchamos a estos líderes quejarse del patriarcalismo, de la escasa participación de las mujeres o los jóvenes, etc. Por el contrario, en el caso de una organización empresarial, la transparencia es total: nadie podría acusar a los banqueros de disponer del perfil sociológico mencionado. Ciertamente, es muy criticable, pero ello no evita la dureza de un hecho institucional mucho más básico: sobre las bases de la obscena práctica empresarial resulta posible establecer vínculos de confianza que no se verán traicionados más adelante.

CONFIANZA, PROCEDIMIENTOS, INSTITUCIONALIZACIÓN

Para hacer bascular la democracia hacia formas alternativas de hacer política es preciso asegurar al ciudadano “neutral” garantías procedimentales como mínimo equivalentes, cuando no superiores, a las que ofrece el marco institucional liberal en vigor. En este sentido, la realidad del funcionamiento organizativo de los colectivos activistas dista mucho de asegurar tales garantías, facilitando con ello la hegemonía liberal. Así las cosas, pocos dudaríamos en escoger llegado el momento, entre el régimen de poder que conlleva vivir inmerso en dinámicas procedimentalmente personalizadas y aquel otro que nos asegura los mínimos impersonalizados del Estado liberal. La construcción de vínculos estables de confianza no depende, pues, de caer bien al ciudadano “neutral”, menos aún de evangelizarlo con nuestra ideología o causa particular. Antes bien, producir las bases institucionales de la política del movimiento pasa hoy por invertir la lógica liberal, personalizando el trato desde el procedimiento impersonal, reconociendo la existencia de un exterior que constituye internamente al activista. La lógica del narcisismo militante que pretende constituir en el interior del otro la propia exterioridad no es sino el fundamento inevitable de la dominación contra la que se erige la política del movimiento. Su práctica política es intrínsecamente cínica y corrompe indefectiblemente todo marco institucional que el activista pueda organizar. No es, en última instancia, más que una forma de hacer política anómica y subalterna del liberalismo, ajena por completo a la simbiosis que puede federar las singularidades. La institucionalización del movimiento no puede escapar a este fundamento normativo. Fuera de él, por desgracia, encontramos las formas anómicas que tan frecuentemente determinan las disfunciones de los colectivos activistas. La confianza de un modelo democrático alternativo al liberal no puede tener su fundamento estrictamente en el vínculo afectivo, en el intercambio de incentivos materiales o en la combinación de estos y aun otros factores que pueden estar articulando en la actualidad las prácticas activistas. Una política capaz de cambiar un mundo tan intrincado como el nuestro, en sociedades tan complejas como aquellas en que vivimos se ha de hacer con ciudadanos que no cabe esperar confieran sus precarias existencias a regímenes de poder procedimental e institucionalmente imprecisos.