dilluns, de novembre 16, 2009

[ es ] Del medio al mando (…y ordeno)

Publicado por Diagonal, nº 113, págs. 26-27



Dicen que hubo un tiempo en el que las cosas del gobierno representativo estaban mucho más claras. Por aquel entonces, el Parlamento era el lugar donde residía la soberanía, los partidos se encargaban de articular la voluntad general por medio de elecciones (sin ilegalizaciones) y la ciudadanía votaba gracias a que se había formado una opinión a través de los medios. Éstos, por su parte, daban cuenta, lo más objetivamente que podían, de cuanto sucedía en el debate parlamentario, respetando la iniciativa del gobierno y la tarea crítica de la oposición. Y aunque el régimen no era ninguna maravilla, al menos operaba bastante de acuerdo con sus propios principios normativos.

Los nostálgicos de aquel tiempo suelen recordar lo venerables que eran las instituciones, la oratoria de los diputados o las anécdotas parlamentarias de Luis Carandell. Dos canales de televisión públicos, aunque subordinados al poder político, la radio “nacional” (nacional española, claro) y una cantidad asequible de publicaciones periódicas serias configuraban un ágora moderna en la que los opinadores eran valorados por el rigor de sus argumentos. El abanico del pluralismo era tan razonable, que incluso algunos rojos como Vázquez Montalbán o Haro Tecglen podían escribir en los grandes rotativos y ser tenidos en cuenta. El adjetivo “amarillo” se dedicaba a publicaciones como El Caso o Interviú, descalificables y descalificadas ante el público.

Ciertamente, los flujos de información sólo discurrían de arriba abajo, jerárquica y escalonadamente, hasta llegar a un pueblo que poco más podía hacer, finalmente, que limitarse a ejercer su derecho a elegir gobierno una vez cada cuatro años. Pero pocos podrían dudar hoy que aquel régimen estaba razonablemente bien institucionalizado. Era lo que era, pero la ciudadanía podía confiar en cierta congruencia institucional e incluso, desde ahí, movilizarse por una radicalización de la democracia.

Llegaron entonces la reconversión industrial, las privatizaciones de los servicios, la masificación universitaria y toda una serie de procesos inscritos en el programa neoliberal. Gracias a las nuevas tecnologías, la producción se desterritorializó, el trabajo se fue haciendo inmaterial y la sociedad que se decía postindustrial dio paso a decirse sociedad de la información. Los canales de televisión dejaron de ser dos y sólo públicos para privatizarse y multiplicarse en número (que no en pluralismo). Por si fuera poco, a este estallido mediático, vino a sumarse ese ingenio llamado internet; una suerte de tierra de nadie de la información. Y en este big bang comunicativo comenzaron a formarse agregados mediáticos cada vez más grandes, jerarquizados y poderosos a los que llamaron grupos de comunicación.

Desde entonces, los gobiernos y los partidos políticos que aprobaron los marcos legales y elaboraron las políticas que hicieron posible este cambio de facto del régimen se han visto cada vez más deslegitimados en su papel de emisores del discurso público. El Parlamento ha ido perdiendo su centralidad de antaño hasta quedar relegado al papel de un circo donde los argumentos son abucheados o ensalzados con independencia de toda validez argumental. Esta subalternización ha llegado hasta tal punto, que incluso el imaginario parlamentario ha abandonado la sala de plenarios para irse a los pasillos y salas adyacentes donde tiene lugar “la actualidad” (vale decir, la urgencia, la novedad, el escándalo y demás herramientas de la inmediatez y la descontextualización argumental). Y esto cuando no se quedan en los aledaños del Parlamento a manos de reporteros de programas satíricos, comentarios frívolos sobre las apariencias, gustos o modas de sus señorías y otros aspectos no menos morbosos de la sociedad del espectáculo.

El modo de mando del capitalismo cognitivo ha llegado así a su plena madurez. El epicentro de la política se ha desplazado de las instituciones de la soberanía popular a grupos de interés ajenos a los controles institucionales. El escándalo político sirve para instanciar las decisiones sin control de intereses particulares. Gürtel, Millet o Pretoria se suman ahora, cual versiones 2.0, de Filesa, Banca Catalana, Gescartera y el resto de una larga serie de escándalos. Y es que el escándalo, hoy, es mucho más que una ilegalidad, una sorpresa o una indignación pública. Se trata de la pieza sobre la que pivota el mando, la manera en que se deconstituye, a golpes, el régimen político, la forma en que progresa la desdemocratización.

Los grupos de comunicación y no las asambleas o congresos de los partidos eligen ahora a los candidatos. Ellos los construyen y los destruyen; los defienden o los atacan —a ellos y a sus contrincantes— dejando a las militancias la tarea plebiscitaria de refrendar caídas y auges vertiginosos (qué mejor ejemplo que el último gran congreso del PP). Los políticos electos, cada vez más libres del control institucional, buscan las cámaras con desesperación (el control mediático), pero esquivan a toda costa ser víctimas del escándalo. Sus intervenciones en los mítines han pasado a incorporar el argumentus interruptus a fin de satisfacer el único minuto que realmente cuenta: aquel que comienza cuando se enciende la luz roja y se conecta con los informativos. Y el pueblo, entre tanto, disuelto, desafecto, desinformado, zapeando y absteniéndose cada vez más. Una metamorfosis que todavía no sabemos si acabará transformándole en una plebe postmoderna con sus tribunos a lo Belén Esteban o en una multitud rebelde.