Una nota para una ontología de inspiración austeriana sobre el hacer y el acontecimiento
Paul Auster decía que en la vida hay acontecimientos que riman; lo hacen de manera extraña, misteriosa, sin que uno pueda saber muy bien como tienen lugar. En esto basa, de hecho, la fuerza argumental de sus obras. Y es que a veces sucede algo inesperado, que lo deja a uno fuera de lugar, sin saber muy bien qué pensar, qué hacer o cómo seguir adelante; pero al mismo tiempo, de algún modo, cuanto acaece guarda sentido con el propio destino, tan sólo es cuestión de tiempo volver a comprender, esperar a que aquello que se ha roto, que ha quebrado su cita con el hado, se manifieste al fin, y de nuevo, como plenitud de la existencia, como amor del tiempo.
Quien haya leído alguna de las novelas de Auster pronto identificará una estructura semejante. Un día acontece algo que todo lo cambia, la subjetividad muta y uno inicia su deriva, hasta que finalmente, vuelve a suceder algo, un acontecimiento que rima con aquel otro primero que nos trastocó en su momento. Entonces todo vuelve a adquirir sentido. Y así nos pasamos la vida, de acontecimiento en acontecimiento, haciendo que tengamos que recomponer a cada paso el sentido de los saltos de conciencia que nos produce aquello que nos sucede. Aprendemos de lo que creemos errores hasta que les descubrimos nuevos sentidos. Descubrimos que los aciertos de antaño se han probado equivocados. Al final, lo único que cuenta es la manera en que uno se constituye en este proceso y no tanto la irreversibilidad nuestras decisiones. Después de todo, nada hay de irreversible como no sea la muerte.
Mejor haríamos, pues, en volver al horizonte de la primera modernidad para afrontar el mundo postmoderno que nos ha tocado vivir. Por aquel entonces, en las pequeñas y revueltas repúblicas italianas, se abrió paso una visión del mundo a medio camino entre la sumisión absoluta al acontecimiento (a la cristiana idea medieval de un Dios omnipotente) y la fe ciega en el hacer del capitalismo por venir (la fe supersticiosa en el nexo causal positivista). Fue un tiempo en que el ser humano todavía hacía con lo que sucedía y acontecía aquello que le conducía a hacer. El automatismo aún no se había adueñado de nuestro destino, nuestras vidas eran nuestras; sabíamos qué hacer con ellas para que sucediese aquello que tenía que suceder, acontecía lo que hacía que hiciésemos lo que teníamos que hacer.
Si en algo es meritoria desde un punto no estrictamente literario la obra de Paul Auster, creo que ello es debido a su capacidad para comprender los cambios de la condición postmoderna. En estos tiempos de existencias fragmentadas, de vidas precarizadas, de afectos incompletos, de horizontes trucandos, uno vive al día con lo puesto, también en sus emociones. A nadie sorprende que el estrés y la resiliencia sean los conceptos nucleares de la batalla del psiquismo postmoderno.
Un buen día, por ejemplo, vas a dar una charla y pasa algo, el acontecimiento obra su efecto, sin que apenas te percates. A este hecho sucede otro, y luego otro más. Los saltos de la subjetividad lo dislocan entonces a uno como el sujeto moderno que se supone que es. Se inicia entonces una deriva, la vida se convierte en una sucesión de acontecimientos que uno no sabe muy bien a dónde le conducen; puede incluso que no se llegue a tener ni la más remota idea de a dónde se va. Pero resulta imposible no dejarse arrastrar por el formidable impacto que el acontecimiento tiene en nosotros, ya que con la mutación de la propia subjetividad, uno ya no es tan uno como se pensaba y resulta que es uno (el de antes) más sí mismo (el de ahora) y, por lo general, alguno más (aquellos a quien nos encontramos, quienes nos acompañan, de lejos o de cerca). En esta metamorfosis podemos sentirnos dioses o cucarachas, o ambas cosas al mismo tiempo.
E inmersos en este devenir al que no acabamos de ver su lógica, pero que nos angustia pues le urgimos un sentido, actuamos (vale decir, decidimos); actúa uno mismo y actúan los demás, actuamos, decidimos... A veces incluso hasta querer romper todo vínculo, el pacto constitutivo de nuestra singularidad simbiótica. Y aquí, el “pacto de amor” (foedus amoris) del que hablaba Ovidio (Esse deos, i, crede, “Anda, cree en la existencia de los dioses”) se desvela, más allá de la trascendencia divina, más de la culpabilidad por la decisión de la traición, en fides al vínculo de uno con uno mismo, consigo por ser en el otro y, con ello, en sí. Y de ahí que si la vida nos brinda al otro, negárnoslo sea negarnos.
La lectura perversa, reificada, del foedus amoris no es sino la fidelidad cristiana del matrimonio instituida por Pablo (dicho Santo por la Iglesia). Su lectura autónoma, por el contrario, el vínculo a l’amour de soi même (Rousseau), el pacto con el amor que nos satisface, pero no nos ordena; que nos conmueve, pero no nos deja acomodarnos, que nos cuestiona y nos conduce a ese devenir proceloso en que nos vemos inmersos, pero nos premia con la experiencia del mundo (Erlebnis) y nos aleja de la vida como “experimento” (Erfahrung) sobre nosotros mismos. El amor de uno mismo resulta insuperable para ese soberbio pretender “hacerse a uno” del moderno self-made man que tan inteligentemente disecciona la serie Mad Men, y del cual siempre se acaba riendo aquello que quisiéramos llamar destino, pero que mejor haríamos en decir devenir.
Por eso, aunque uno se despida diciendo “ya nos veremos, Barcelona es muy pequeña, seguro que coincidimos”, y lo diga convencido de que allí mismo la decisión moderna, absoluta, soberana, se materializará en un “se acabó, asunto liquidado”, apenas alcanza en verdad a algo más que un “tal vez nada ha terminado, quizá todo comience de nuevo”. De ahí que justo después, antes de lo que uno se espera, te llevas la sorpresa a la vuelta de la esquina y tropiezas con el otro (el otro que es en uno, por y para uno). Mientras, Ovidio, Maquiavelo y Rousseau esbozan la sonrisa irónica de su sabiduría.
A estos encuentros inesperados a la vuelta de la esquina, algunos les llaman Destino, Auster azar; y sin duda así suena su música, como una composición de free jazz hecha de silencios, inspiraciones, ritmos sincopados, suspiros y casualidades; notas tristes en escalas pentatónicas que nos recuerdan que no podemos vivir de una sola nota (el Uno), ni de su reiteración (el automatismo)… Al final sólo la improvisación importa, sólo la libertad de querer llegar a ser. Y para ser, ya sólo el gesto, el amor del hacer en el acontecimiento y del acontecimiento que nos conduce al hacer, lo que acaba convirtiendo el ensayo fallido en error y el error en lección de vida. Y la vida, saberse capaz de amar sin miedo a perderse en uno mismo.